viernes, 31 de octubre de 2014

El Alfarero Rojo

Hubo una vez un alfarero que se concentró tanto en su trabajo con el miedo a defraudar a aquellos que confiaban en él que acabó por obsesionarse y volverse loco.
Este hombre, cuyo nombre nadie recuerda, vivió en un lejano reino, y era conocido tanto por sus obras de arte como por su preocupación constante hacia su oficio. Su trabajo era su vida: no tenía esposa ni hijos y jamás había aceptado a nadie como aprendiz, ya que nunca se había topado con alguien que se sacrificase tanto como él en su profesión. Era, a los ojos de todos, una persona solitaria, mas poco le importaban a él las habladurías de la gente, puesto que apenas tenía tiempo para completar su sueño en el día a día. Su sueño era, ni más ni menos, que sus obras fueran recordadas y perdurasen en el tiempo, una vez él hubiera alcanzado el descanso eterno. 
Su habilidad para moldear la arcilla llegó a oídos del rey, un monarca caprichoso que buscaba levantar la envidia del resto de los reinos vecinos, y movido por la necesidad de sobresalir por encima de ellos, se presentó un buen día en el taller de nuestro buen hombre y le ordenó un encargo:
"Dicen que no hay cerámica mejor que la tuya en todo el reino, artesano. Quiero una urna de cerámica digna de un rey, que sea la envidia de todos, tanto aquí como en cualquier rincón del mundo. Te doy de plazo para realizar el trabajo hasta mañana, con la llegada del alba".
Apenas un día para un encargo de semejante magnitud era muy poco tiempo, pero el alfarero aceptó, lleno de orgullo al pensar que una de sus obras pudiera formar parte de las pertenencias de la familia real. Así pues reunió los mejores materiales y lo dejó todo dispuesto para realizar la obra, encerrándose en su taller. Apenas se dio cuenta de que al comenzar, ya había anochecido y que sólo se alumbraba por el viejo candil de cristal que colgaba del techo. Muchas veces ese destartalado artefacto se apagaba y el solitario artesano se veía obligado a subirse a una silla de mimbre para descolgarlo, volver a prender la mecha y de esta forma no pasar la noche completamente a oscuras. Aquella noche no fue una excepción y eso fue el principal motivo de la desgracia que le sucedió:
Cuando, subido a la silla trató de descolgar el viejo candil en total oscuridad, forcejeó con él y la silla acabó por volcarse, cayéndose con él sobre el duro suelo de piedra del taller junto con el candil, que se partió en pedazos. El alfarero tuvo la mala suerte de caer sobre los restos del farol, e instintivamente apoyó las manos para amortiguar el golpe. Al poco fue consciente de su estado: los cristales del candil se habían clavado en sus manos, y ahora sangraban copiosamente por los cortes practicados. El hombre se extrajo como pudo los fragmentos más grandes y aparatosos pero aunque consiguió mitigarla, no pudo parar por completo la hemorragia.
Haciendo muestra de su terquedad, hizo de tripas corazón y antepuso su seguridad al encargo del rey. Y, sangrando y dolorido, pasó la noche en vela realizando el trabajo a oscuras.
A la mañana siguiente, cuando el rey se personó con sus guardias en el taller del artesano, lo descubrieron tendido en el suelo, casi inconsciente debido al cansancio y a la sangre perdida, y con el horno del taller encendido. Los guardias atendieron al alfarero y llamaron a un curandero a la vez que sacaban la pieza de cerámica del horno y la enfriaban. Al hacerlo, todos los presentes enmudecieron ante la belleza de la urna que el artesano había elaborado. Su sangre, vertida sobre la arcilla fresca durante toda la noche, se había mezclado con ella y la ya de por sí impresionante pieza poseía una brillante coloración rojiza intensa, dándole un aspecto todavía más solemne y cautivador. No tardaron en circular rumores que apuntaban a que la urna estaba inbuída con magia, y que en las noches sin luna brillaba con un fulgor rojizo, como la llama del candil de cristal que nunca debió apagarse.
No todo fueron buenas nuevas: las manos del artesano estaba destrozadas y sus profundas heridas se habían infectado. Con mucho esfuerzo el curandero logró salvarlas, pero debido al daño causado quedaron inútiles, lo que significaba que el hombre no podría volver a realizar ninguna pieza de cerámica durante el resto de su vida.
A partir de ese día, se le conoció como el Alfarero Rojo, debido a esa urna que le encargó el rey. Dicha urna se convirtió en una reliquia casi legendaria que, tras la caída del reino tiempo después, muchos buscaron pero nadie encontró. También dicen que el Alfarero Rojo, al descubrir que su vida quedaba privada de aquello a lo que se había dedicado por completo, acabó por perder la cordura y se murió de pena. ¿Qué fue de la urna? Nadie lo sabe. Pero lo que sí se sabe, es que por muy triste que sea esta historia, el Alfarero Rojo cumplió su sueño de perdurar en el tiempo por medio de sus obras, a pesar de haber alcanzado el descanso eterno.

2 comentarios:

  1. ¿Hasta que punto hay que arriesgar tu vida por complacer a los demás?... bonitos relatos que hacen pensar

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  2. Se me han puesto los pelos de punta... ¿Cuántas veces trabajamos hasta poder perdernos, de una forma u otra? En una palabra; exquisito.

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