miércoles, 4 de mayo de 2016

Extraño

“Mientras estés lejos de tu hogar, siempre serás un extraño”. Las palabras que me dedicó aquel hombre hace ya un tiempo no dejan de perseguirme. Las veo escritas en cada cristal de los escaparates de las tiendas cerradas a una hora temprana, susurradas en cada conversación que no llego a entender por completo, grabadas en cada costumbre nueva que veo cada día… Las siento en cada rostro nuevo que veo, con facciones distintas a las que tenía registradas como cotidianas, en las expresiones que para mí no tienen sentido y en las miradas que a veces me dedica la gente. Sobre todo en las miradas. Esas miradas de desconocimiento, de falta de empatía y en más ocasiones de las que antes era consciente, de desaprobación. Y cada vez que me topo con una de esas miradas, parece que los labios de quien me la dedica se tornan para decir las palabras que me dijo aquel hombre: “mientras estés lejos de tu hogar, siempre serás un extraño”.
En realidad, va más allá. Aquella frase reaparece en mi mente cada vez que hablo, toscamente, en un idioma que no es innato para mí. Se muestran cada vez que cometo un error al hablar, cada vez que mi lengua se enreda con una palabra, cada vez que no sé cómo pronunciar lo que deseo decir a continuación. Y se graban a fuego cada vez que alguien, bien intencionadamente, me excusa alegando que “no soy de aquí”, “no comprendo”, “no voy a entender correctamente a mi interlocutor”, o simplemente remarca las palabras mientras las acompaña con gestos más propios de un mimo que de una conversación al uso y me observa con un denotado y extraño sentimiento de compasión. Supongo que lo peor no son las cosas que dicen, sino las cosas que no dicen, y que quedan reflejadas en las miradas. Sobre todo en las miradas.
Y sin embargo, va todavía más allá. Puesto que aquella frase reaparece en mi mente cada vez que soy consciente de lo rápido que corre el tiempo, y lo que ello conlleva. Y es que sé de buena tinta que cuanto más tiempo esté alejado de lo que la gente considera mi hogar, más extraño seré allí una vez esté de vuelta. Que una vez de vuelta, arrastraré costumbres, expresiones, e incluso manías que en el punto de partida serán miradas con extrañeza y recelo, y que las reacciones del resto harán que me incomode hasta el punto de no sentirme del todo bien recibido. ¿En qué me convierte eso? Hay noches en las que las palabras que me dedicó aquel hombre son recordadas con fuerza dentro de mi mente, y hace que me cuestione si no habré firmado una sentencia en la que me convierte a partir de ahora en un extraño allá a donde vaya.

sábado, 12 de marzo de 2016

Crepecelo

El peludo monstruo vestido con una gabardina dio los buenos días, quitándose el sombrero con un elegante movimiento de muñeca al entrar en aquella pequeña y destartalada tienda. Tras el mostrador, un hombrecillo pequeño y de calvicie incipiente lo miraba con extrañeza a través de sus pequeñas gafas de montura cuadrada. Tragó saliva, mientras escuchaba el tintineo de toda su mercancía y empezó a temer que aquel fuera el fin de su negocio. Jamás había tenido un cliente tan grande. El recién llegado rozaba el techo con la cabeza y nada más entrar ya había tenido que esquivar la primera de las viejas bombillas que colgaban de la sala. El local era poco más que una habitación angosta escoltada a los lados por innumerables estanterías tan altas que parecían no tener fin. Botellas, relojes, jarrones, libros... En algún lugar se escuchaba el piar de un pájaro, ¿tal vez un gorrión? Todo aquello creaba la sensación de estar en el estrecho pasillo de la sección de objetos perdidos de algún lugar. Y a juzgar por el número y la variedad de cachivaches que había, en este caso se trataba de toda la ciudad.
Buenos días, busco un método para fortalecer el cabello y detener mi calvicie solicitó el monstruo al alcanzar el mostrador.
Pero si usted cuenta con una frondosa melena inquirió el dependiente. El monstruo, cubierto de pelo, se aclaró la garganta y añadió con un cierto temblor en su voz mientras se abrochaba aún más la gabardina.
No es para... el pelo de mi cabeza.
Entiendo.
El hombrecillo se retiró por unos momentos a la trastienda. Desde el mostrador sólo podían escucharse una tos ruidosa, objetos cayendo al suelo seguidos por el inconfundible sonido de cristales rotos y un par de palabras ofensivas. Al cabo de unos minutos, el vendedor volvió a aparecer tras el mostrador, cargando un pequeño frasco transparente. En su interior, podía verse un extraño líquido de color morado.
Esto puede solucionar sus problemas capilares.
¿Qué es?
Un bálsamo contra la caída del cabello. Se conoce como "crepecelo".
El melenudo monstruo cogió con sus enormes manos aquel pequeño frasco de crepecelo y lo examinó con sumo cuidado. El líquido del interior del frasco se tambaleaba en su interior sin que él lo moviese, y burbujeaba pese a que el recipiente estaba frío al tacto.
¿Qué precio tiene?
Dos monedas de plata, o bien un artículo de un valor equivalente, si está dispuesto a realizar un trueque.
El monstruo se mesó la barbilla pensativamente, y después rebuscó en uno de los bolsillos de su gabardina. Posó sobre el mostrador un pedazo de carbón y miró al dependiente sin pronunciar palabra. El dependiente miró primero a la piedra que reposaba sobre el mostrador, y luego a los ojos del monstruo, y dijo...

Simone

Dijo...

¡Simone!
La niña llamada Simone reaccionó. La tienda de curiosidades y empeños se había desvanecido. También el monstruo peludo con su gabardina, y el hombrecillo de la tienda. Trató por un segundo intentar recuperarlo del interior de su mente, pero fue en vano. Las ideas y los recuerdos de aquel lugar se deshacían cada vez que intentaba volver a construirlo, como si fuese un castillo de arena que los granos que lo forman comienzan a secarse y a perder cohesión. Volvía a estar en el colegio, y su profesor la observaba mientras repetía la pregunta.
Simone, no estabas prestándome atención, ¿verdad?
La niña miró hacia su pupitre y no respondió a la pregunta. Notaba como todas las miradas se posaban sobre ella y como su rostro empezaba a enrojecerse.
Tenéis que empezar a dejar aparcadas todas esas distracciones si queréis llegar a hacer algo de provecho en vuestra vida cuando seáis adultos suspiró el profesor con resignación mientras continuaba con su clase.
Simone también suspiró con resignación. Parecía que todo estaba en su contra para mantener su imaginación consigo cuando creciese. Todas las personas mayores resultaban igual de serias, incapaces de ver nada más allá de que lo que tuvieran frente a sus narices. Algunos niños comenzaban a comportarse igual que los adultos. Todo indicaba que estaba destinada a acabar tarde o temprano como el resto. Que estaba destinada a llevar una vida... aburrida. Miró de reojo por la ventana del aula y observó a un pequeño gorrión posado en el alféizar. Éste se giró hacia el cristal de la ventana y miró directamente a la niña. Entonces el pájaro habló:
Tal vez el problema es que todos ha dejado de poder ver todas estas cosas que tú si puedes. Quizá tengas que conservar este don para poder mostrárselo al resto del mundo. ¿Qué me dices?
El gorrión rebuscó bajo una de sus alas y sacó un frasco de cristal que contenía un líquido morado. Simone sonrió con todas sus fuerzas. El castillo de arena volvía a reconstruirse.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Desde que teníamos conciencia

Anoche volvimos a vernos. Resultó ser un día como otro cualquiera, sin avisos, sin señales. Simplemente apareció frente a mí en mitad de un nevado bosque, como tantas otras veces. Su apariencia no había cambiado un ápice: su pelo, blanco como la nieve, y cubierto de escarcha en algunos mechones dispersos, enmarcaba su rostro frío y sereno. Sus ojos, formando aquella mirada tan extraña e hipnótica, me observaban como si no hubiese pasado el tiempo desde nuestro último encuentro cara a cara. Con ese gesto que siempre incitaba a pensar que podía ver más allá de lo que parecía alcanzar a simple vista. Como si pudiese ver la verdadera esencia de las cosas.
Nos miramos con curiosidad, inspeccionándonos mutuamente, mientras avanzábamos lentamente el uno hacia el otro. Parecía que nos estuviéramos redescubriendo mutuamente después de tanto tiempo. Y entonces nos tocamos, y pudimos ver en el interior de cada uno nuestras nuevas cicatrices.
Había cambiado. Ambos lo habíamos hecho, puesto que nada permanece inmóvil por mucho tiempo, y que el hecho de estar vivos implica cambiar y crecer constantemente. Y los dos habíamos cambiado, habíamos crecido, como llevábamos haciéndolo desde que teníamos conciencia.
Durante un tiempo llegué a creer que me había abandonado, pero ahora me doy cuenta de que quizá fui yo quien casi lo abandona. Y a consecuencia de ello, quien casi se abandona a sí mismo.
Desde anoche mis botas vuelven a pisar con fuerza. Desde anoche mis ojos vuelven a ver más allá de lo que parecen alcanzar a simple vista. Pues mi lobo camina y observa el mundo conmigo una vez más, como llevábamos haciéndolo desde que teníamos conciencia.