martes, 29 de noviembre de 2011

Uróboros

Todo escritor que se precie tiene lo que algunos denominan como "su obra maestra". Un escrito que redacta a lo largo de los años, que lo pule y lo retoca una y otra vez, sin descanso y de forma inexorable, a lo largo de toda su existencia. Es la máxima expresión de su arte, de su capacidad creativa. Un fragmento de su mente plasmado y fijado en varios pliegos de papel, aquello por lo que se le recordará más allá incluso de que haya pasado a mejor vida. Su mayor logro en su vida como escritor. En definitiva: su entelequia. Y todos aquellos que aspiramos de alguna manera a ser escritores de tomo y lomo, y que ahora mismo no nos atrevemos a llamarnos a nosotros mismos mucho más que chupatintas o cuentacuentos de poca monta, contamos con una de esas "obras maestras". Una historia que guardamos para nosotros, incompleta, y que nos esforzamos en completarla y en enseñársela a cualquiera que se digne a mostrar interés. Es lo único que necesitamos para despertarnos cada mañana y para acostarnos cada noche, saber que si deseamos lograr ese objetivo, debemos seguir viviendo nuestro día a día, cargados de paciencia para continuar relatando nuestra "obra maestra". Pero por más que avancemos, que describamos, que retoquemos y que reescribamos, nunca tenemos la sensación de haberla completado. Consideramos que el problema es que se trata de un trabajo de artesanos, una verdadera obra de arte que conlleva su tiempo, pero en muchas ocasiones en las que el optimismo no está de nuestro lado no nos parece mucho más que un ciclo sin fin: la serpiente que se muerde la cola. Y reafirmamos más esta idea al no ceder en nuestro empeño, al continuar con nuestra empresa pese al paso de los años, ya que consideramos que hemos conocido y creado algo tan hermoso que estamos en la obligación de enseñárselo al resto del mundo.
Soñamos con que llegará el día en el que por fin estará terminada, que saldrá a la luz y que todo el mundo conocerá esa brillante historia que queremos mostrar. Y será así como, tal vez, algún día, rompamos con ese ciclo perpetuo que nos persigue y atormenta. Puede que nadie recuerde nuestro nombre para entonces, pero no olvidará ese relato que nos llevó a alcanzar la gloria en nuestro tiempo.
De esa forma, tal vez, una parte de nosotros, un pedazo de nuestra alma, se haga un hueco entre los mitos y las leyendas, y permanezca así en este mundo para toda la eternidad.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Noche de tormento

En noche de lluvias,
impasible; a merced del frío y el viento
anhelo tus caricias,
tu risa ante un reencuentro,
tus besos, la calma de mi tormento.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Pasos firmes

He aquí la historia de una mañana lluviosa y nublada, de un deportivo que patinaba sobre el asfalto empapado, y de dos insensatos: uno al volante, y otro a pie de calle.
Ella iba caminando distraída, sin prestar mucha atención a su alrededor, inspirando el frío matutino y notando la humedad del aire en sus pulmones. No había nada de extraño en su figura, salvo tal vez la fuerza y determinación con la que sus botas pisaban el suelo. Aunque eso era algo que prácticamente nadie había percibido. Porque había más gente transitando aquella calle, por supuesto. Padres que llevaban a sus hijos al colegio, repartidores que transportaban su cargamento a las tiendas de alimentación de la zona, personas mayores que emprendían su rutinal paseo por las aceras del barrio, y un largo etcétera que representa el día cotidiano de la gente que se movía por aquella zona.
Sucedió entonces: un deportivo blanco tomó la calle a toda velocidad, generando un atroz sonido que irritaba a la mayoría de los transeuntes y vecinos del lugar. Muchos escucharon entonces cómo el vehículo derrapaba y patinaba sobre la calzada, producto de la casi inexistente fricción entre los neumáticos y el encharcado suelo. Nuestra joven se giró sobre sí misma para observar la escena, y deseando, no sin cierta malicia, que el incidente provocase alguna avería al estruendoso coche.
Cuál fue su sorpresa al contemplar con horror que un niño de no más de tres o cuatro años se encontraba en mitad de la carretera, mirando fijamente al deportivo y comprendiendo, en esos escasos segundos, que esa tonelada y media de aluminio se le venía encima. ¿Qué hacía allí ese chiquillo? Es algo con lo que a día de hoy la gente del lugar todavía no se pone de acuerdo. Hay quien dice que cruzaba para ver un escaparate, otros que para ver a su padre... aunque a fin de cuentas es algo irrelevante. Estaba allí, en ese instante. Muerto de miedo.
Lo siguiente que se recuerda es un frenazo seguido de un volantazo, una fugaz mancha roja, el llanto de un niño y el brutal choque del coche contra una boca de incendios.
Ni siquiera ella lo tenía del todo claro, pero el caso es que se había lanzado contra el coche, había agarrado al niño y había rodado por el duro asfalto milagrosamente antes de que el vehículo los hubiese aplastado a los dos a medida que perdía el control. Los que la observaron sólo pudieron apreciar el tono rojizo de su cabello ondeando, que se había soltado en mitad de todo aquel jaleo.
Los murmullos ganaban más fuerza que los llantos del niño, pero a ella poco o nada le importaban los chismorreos de la gente. Primero se aseguró de que la criatura estaba intacta, y luego se examinó a sí misma: sangraba levemente por una rodilla, en aquella en la que que el vaquero había cedido y la mostraba desnuda, y por el ligero dolor en el brazo por el que había rodado sospechaba que se había ganado unos cuantos moratones. Le preocupaba más su chaqueta, rota por el codo y rasgada por el hombro, pero no dejaba de ser un mal menor.
Salió de allí, previo a dejar al niño con su agradecido padre y al mismo tiempo que el conductor salía del vehículo, ileso y por su propio pie. Se le ocurrieron multitud de improperios que dedicarle así como acciones que sugerirle, pero se limitó a fulminarle con la mirada; y con eso bastó para dejarlo paralizado mientras ella se alejaba. No lo consideraba una víctima.
De nuevo se adentró en la acera, su mirada dejó de prestar atención a su alrededor y su apariencia volvió a ser la de una chica distraída. Su melena pelirroja se mecía por el viento, y su chaqueta estaba ahora ajada y polvorienta. No había nada extraño en su figura.
Pero a nadie se le escapó la fuerza y determinación con la que sus botas pisaban el suelo.

Falta de paciencia

Contén tu ira y tal vez salgamos de esta, aunque sin pena ni gloria. Suéltala y todos te temerán, pero acabarás perdiendo el control y posiblemente hagas algo que no te perdones jamás.

Gateando

Para caminar antes hay que aprender a gatear, y para escribir hay que primero leer y escuchar historias antes que contarlas. Volvamos a andar a gatas para recordar cómo se hacía aquello de caminar sobre dos piernas.