martes, 8 de diciembre de 2009

Nadie puede desobeceder al Alfa

Una pata se hundió lentamente en una embarrada zona del río, mucho menos profunda que las demás partes del curso que cruzaba el bosque. Acto seguido, las otras tres patas de su propietario chapotearon al cruzar. El resto de nosotros le seguíamos de cerca.
Ya estaba atardeciendo. Muchos rayos de luz se proyectaban contra las copas de los árboles, penetrando más allá del límite impuesto por sus frondosas ramas en los puntos donde se apreciaban claros en la arboleda. Cruzamos uno de esos claros con el mayor sigilo posible. Cualquiera que nos hubiera visto durante aquel tránsito sin la protección de la maleza para escondernos no hubiese alcanzado a observar nada más que cuatro manchas abarcando aquella distancia en cuestión de un escaso segundo.
Uno de mis hermanos recordó la vez que alguien trató de darnos caza. Todos soltamos varios ladridos y gruñidos cargados de sorna a costa de aquél pobre ingenuo, tanto en su momento como ahora, recordándolo. ¿Cómo había pretendido dar caza a aquellos que representaban el máximo grado de libertad?
Libertad. Nada podía compararse con aquello, con saber que nada ni nadie podía detenernos. Aquel sentimiento era lo único que necesitábamos para mantenernos vivos, para hacer funcionar la máquina.Corríamos a toda velocidad, hasta el punto de parecer que nuestras patas no tocaban el suelo. Nuestros músculos se estiraban y contraían, arrastrando con ellos el hueso y moviendo todo nuestro cuerpo hacia delante. No había sensación en el mundo que pudiera equipararse; si nuestra existencia tuviese una finalidad, sin duda sería aquello. El viento nos golpeaba la cara, y la velocidad reducía nuestra vista a cientos de borrones que iban y venían demasiado rápido como para fijarse en ellos, únicamente atisbábamos a duras penas aquello que teníamos delante del hocico. ¿Pero qué importa eso? ¿Hay alguna razón para conservar la vista en mitad de una carrera? No, conocemos como la marca de nuestro olor estas tierras, y el olfato y el oído fallan menos que la vista cuando corremos.­­­
Nos detuvimos al cabo de un tiempo. Fue momento de sacar la lengua, de recobrar algo del aire perdido durante la vertiginosa carrera que se había prolongado hasta la mayor parte de la jornada. El Alfa se adelantó y nos miró, examinándonos calmadamente. Enfrente de él me encontraba yo; a mis flancos, nuestros otros dos hermanos. La poca luz que aún permanecía en el aire, antes de desvanecerse ante el cálido manto de la noche, nos robó varios destellos de nuestros pelajes. Cuando nos acurrucábamos unos contra otros para enfrentarnos al frío que precede a los sueños mostrábamos toda una gama de tonalidades y matices totalmente dispares, desde el negro azabache de nuestro hermano Alfa al blanco albino de mi propio cuerpo, pasando por la escala de grises y el castaño con fulgores rojizos.
Nos observamos todos durante unos instantes más. Mis patas, por culpa de mi pelaje blanco como la nieve de las cumbres de las montañas del norte, eran las que más contraste generaban con el resto del cuerpo, llenas de tierra y barro, producto de galopar desde el amanecer.
Mi hermano emitió un ladrillo seco y callado, un aviso de que debíamos ponernos en camino. Ya estaba anocheciendo, y nuestros estómagos comenzaban a sentirse vacíos. Y aún quedaba camino por recorrer hasta nuestro destino.
Comenzamos de nuevo otra carrera, otro tramo del viaje, desplazándonos a un ritmo frenético. Vivimos al límite, echando el aliento y dejándonos la piel cada día, como si fuese el último. Así es la vida de los lobos.
Lenta y paulatinamente, fuimos frenando, reduciendo nuestra cadencia de marcha. Cambiamos de ritmo, y cada uno adoptó su rol. Nos extendimos, y dedicamos nuestras fuerzas a no dar ningún paso que no fuese necesario; sin pronunciar ninguna voz más alta que otra, y todas siendo no más que un susurro. No éramos más que fantasmas. Olfateamos con sutileza el aire, y el aroma de nuestra presa nos inundó los sentidos.
La cacería comienza. La noche juega a nuestro favor, y es que ni las sombras más oscuras pueden aplacar el fuego que albergamos en nuestro interior, la chispa causante de nuestra vida.
Fuimos letales en cuanto entramos en contacto. Lo alcanzamos, lo cercenamos y le segamos su esencia, todo de forma rápida y limpia, para evitar mayores sufrimientos por ambos bandos. No nos gusta matar por matar ni derramar la sangre de una presa sin sentido alguno, pero tampoco podemos mantenernos al margen ni escapar de ser los verdugos de algunas mentes. Así es el ciclo de la vida; son ellos o nosotros los que sobreviven. Somos cazadores, no carniceros. Y eso es algo que muchos parecen no comprender.
Comer cuando se tiene hambre, beber cuando se tiene sed, dormir cuando se tiene sueño… Respuestas simples a estímulos sencillos. Aquella era nuestra rutina, nuestro pan de cada día; no exenta de riesgos y peligros que afrontábamos única y exclusivamente gracias a nuestra unión, a nuestra manada. Nuestro vínculo minimiza nuestras carencias y maximiza nuestras virtudes. No puede existir unión más fuerte ni conexión tan fiable. El individuo se somete ante la entidad; por el bien de la manada, que nos garantiza la supervivencia.
Es, sin embargo, la cara y la cruz de la moneda, porque, ¿hasta qué punto es necesario conservar la intimidad, por débil que sea? Nosotros carecíamos de ella.
Retrocedimos hasta el claro para detenernos a degustar nuestra cena. La noche ya era cerrada y su abrigo nos envolvía de la mejor de las maneras, liberándonos así del temor de ser interrumpidos mientras apaciguábamos las voces de nuestros estómagos.
Pero por suerte o por desgracia, eran otras voces las que a mí me atormentaban y que necesitaba desesperadamente hacer callar. Voces que no dependen del hambre o la sed para estar calmadas, y que se rigen por algo tan sumamente complejo como lo es el espíritu.
Recordaba con tal nitidez sus acciones y respuestas de nuestro último encuentro que hubiese dado mis colmillos por defender que todo aquello había sucedido apenas un instante atrás en el tiempo. Pero mi memoria no fallaba en cuestiones importantes y por ella sabía que hacía muchas lunas de aquel trágico momento, momento que marcó mi alma con una cicatriz llena de dolor y amargura, quizá para siempre, o en el mejor de los casos para mucho tiempo.
Una acción, un pensamiento que podría grabarse en aquellas palabras que llevaba tatuadas al rojo vivo en lo más profundo de mi mente.
“Con un principio, y sin un final, recuérdalo”. Todo lo que había seguido con sumo fervor ahora se desmoronaba ante mi hocico. ¿Acaso habían sido mentira, no era todo más que una farsa? Demasiado intrincado como para poder soportarlo bajo mi pelaje lupino.
Y pese a estar tan vivo en mis recuerdos, notaba día a día cómo los detalles se iban borrando, cómo la escena era cada vez menos nítida. Si había perdido todo aquello físicamente y ahora se disipaban mis memorias, ¿qué me queda? Al fin y al cabo, todo se reduce a los recuerdos que uno guarda, recuerdos de vivencias que si pierde será como si nunca hubiese experimentado aquellas sensaciones, aquellas escenas que lo hicieron vibrar, que revolvieron la chispa de su alma y que le demostraron una vez que estaba vivo.
Hacía frío. Una ráfaga de viento que surcó silbando en dirección contraria a mis orejas me lo recordó. Aquello era un soplo tan helador que tras el amanecer se encargaría de convertir en escarcha el rocío; pero ni la madre de todas las ventiscas podía devolverme a la realidad, traerme de vuelta desde el mundo de los sueños y el inconsciente. El sufrimiento que emponzoñaba mi sangre era más fuerte, era una droga más adictiva y con un peligro potencial mucho más alto que el anuncio de una posible tormenta de nieve y granizo. Y aquello era algo que yo sabía, pero que no me molestaba en corregir. Era el fin, el fin de un ciclo, el fin de una etapa. El fin de una vida. ¿Qué deberíamos hacer cuando en el cielo nocturno se apaga nuestra estrella del norte? Cuando te arrancan la luz, cuando deja de brillar. ¿Tiene sentido buscar otra razón para seguir moviéndote?
Volví a entrar en aquello que llaman la realidad de una sacudida. Contemplé a mi alrededor con mirada ausente mientras la longitud de onda de mi espíritu se sincronizaba con mi cuerpo. Y lo que observé no me mostró mucha ilusión por volver a estar en este lado del mundo, y no en el que los fantasmas vagan libremente por los cielos. Mis tres hermanos, cada uno de ellos con el mismo gesto de preocupación en sus rostros. Y es que la manada estaba ahí, el vínculo es irrompible, inquebrantable e infranqueable, tanto para lo bueno como para lo malo. Mis pensamientos se proyectaban más allá de mi cuerpo y de mi mente para verterse como leche caliente en el cúmulo de pensamientos de mis hermanos, y viceversa. El tráfico de ideas era constante y fluía en todas direcciones y acarreando todas las consecuencias, por lo que yo les trasmitía el dolor latente en mis huesos y ellos me correspondían con la preocupación que emanaban desde sus entrañas. La tensión de ver cómo un fragmento de ti mismo se ahoga en un mar de penas mientras tú no puedes tenderle ayuda de ninguna manera, pero por el contrario estás obligado a observar el desarrollo de los hechos, quieras o no.
Entorné mi vista sobre los ojos de mi hermano, que me observaba a la vez que dictaba su opinión respecto a mis dudas, mis indecisiones. Existe una norma, una regla inquebrantable que forja los pilares de la manada, de la unión entre nuestras mentes y espíritus, una ley no escrita que todos conocemos en el momento mismo de ver por primera vez la luz de este mundo.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
En toda manada organizada debe existir una cabeza, un líder que dicte hacia dónde debe moverse o cómo debe actuar la entidad. Su palabra no puede ser desafiada por nada ni por nadie y las órdenes que el Alfa entone con su doble voz pueden doblegar desde las patas más fuertes y hasta las voluntades más inquebrantables.
Desde fuera se confunde fácilmente con una dictadura, pero no hay nada más lejos de la realidad. La existencia de un Alfa es el cimiento en el que se asienta el concepto de manada. El Alfa actúa a modo de amalgama ante los pensamientos del resto de individuos, y su presencia contribuye a la armonía, al equilibrio de toda la progenie. Todos tenemos en nuestros genes la clave para ser Alfa, pero sólo el más capaz de cada camada será el indicado para optar a dicho estatus. Aquel que se opone a las decisiones del Alfa pone en peligro toda la estabilidad que estas representan, siendo un peligro para la estabilidad de toda la manada, y por lo tanto, de la supervivencia de todos los individuos que la componen.
Y ante esa situación me hallaba yo, poniendo en tela de juicio la decisión de mi hermano Alfa y arriesgándome a arrastrar con mi insensatez al resto de mi manada hacia un abismo seguro.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Cara a cara, aquello no podía continuar así. Ni el vínculo de mi manada podía amortiguar las constantes embestidas de mis sentimientos, mostrados cual libro abierto ante mis hermanos.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Necesitaba dar con la respuesta, encontrar el equilibrio. Hallar la armonía en mi interior.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Notaba como el corazón me palpitaba fieramente en el pecho, a punto de salirse de su recorrido.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Sentí como todas mis ligaduras se aflojaban, como las cadenas de mi unión con la manada se resquebrajaban.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Contemplé impotente cómo dejé de estar en comunión con mis hermanos. Y a su vez, dos nuevas sensaciones afloraron en mi alma: Independencia, como nunca la había vivido, y un sentimiento de vacío, cómo nunca lo habría imaginado.
En ese momento descubrí el verdadero concepto de “soledad”.
Nos miramos el uno al otro, y ambos pudimos contemplar la situación con extrema claridad. Ya no había marcha atrás para aquello.
Nadie puede desobedecer al Alfa. Pero yo lo había hecho.
No hizo falta mostrar los colmillos, la luz de nuestros ojos difícilmente podía ser eclipsada.
Nuestros ojos... ¿cómo aquellos iris tan distintos entre sí podían emitir la misma sensación? Él, como dos faros amarillos, sobrenaturales, que emergen desde la misma noche de su negro pelaje; y yo, un azul profundo e intenso, que en lugar de ser fríos muestran un calor producto de las más ardientes llamas de una hoguera. Y a pesar de todo, en ambos podía leerse el mismo mensaje: la belleza de la vida, mostrando aspectos tan complejos de una forma tan simple.
“Vuelve pronto”.
No lo prolongué por más tiempo. Eché a correr a toda velocidad, tan rápido como me permitían mis patas, lejos de allí. Ahora estaba solo.
¿Qué deberíamos hacer cuando en el cielo nocturno se apaga nuestra estrella del norte? Cuando te arrancan la luz, cuando deja de brillar. ¿Tiene sentido buscar otra razón para seguir moviéndote? No debería sentirme así. Los lobos no lloran. Al menos eso es lo que dicen… ¿Alguna vez alguien ha visto llorar a un lobo? Demasiadas preguntas sin respuesta; demasiadas para mi cuerpo, para mi mente. Para mi alma.
Correr. Era mi única vía de escape, hacía que aquello fuese soportable. Correr para poder huir. Correr para poder olvidar. Correr para sentirme con vida.
Correr para dejar atrás todo aquello demasiado complejo y retorcido como para que nuestra alma lo soporte sin mostrar resentimiento. Amor, odio, rencor, dolor… De la misma forma que mi vista, mis pensamientos se deformaban hasta volverse irreconocibles, como manchas en mi mente que acaban disipándose, cediendo así el control a los instintos.
Pasaban las horas, y el amanecer cada vez estaba más cerca. Notaba como mi pecho se hundía, como mis costillas bajaban sobre mis pulmones y estos se doblegaban, inspirando y expirando una vez más. Al igual que las historias tienen un prólogo y un desenlace mi cuerpo me rogaba por realizar una parada, aunque no significase más que una diminuta pausa antes de reanudar aquel galope tan deseado. Cuando quise darme cuenta hacía mucho que había comenzado a subir por las colinas en dirección a las montañas, dejando el bosque atrás. Por el paso de montaña me asomé a uno de los miradores que nacen de las laderas de los picos más escarpados, en el que las copas de los árboles quedaban por debajo de mis patas, mostrándose ante mí en una escala ridícula. Me senté sobre mis cuartos traseros y contemplé el cielo nocturno, todas aquellas estrellas con la luna en el papel de matriarca y la oscuridad como telón de fondo.
Había logrado separarme de todo cuanto conocía y amaba… ¿cuál había sido la fuerza capaz de desprenderme de todo aquello? Una sensación de agonía se formó en mi corazón. Era insoportable. Necesitaba expulsarlo, tenía que expulsarlo. A pesar de no ser la primera vez que lo experimentaba, nunca había sido tan fuerte como en aquella ocasión. Empujé hasta mi garganta pausada y paulatinamente todas esas cargas de conciencia, todas esas emociones a flor de piel. Ya estaba listo. Estiré el cuello, abrí mi boca levemente, mirando hacia el cielo y me dejé llevar. Contraje el diafragma con lentitud, y poco a poco dejé salir aquella bola de sensaciones y necesidades, produciendo un sonido grave, ronco y prolongado, carente de pausa alguna.
Varios segundos de silencio en aquellas vistas nocturnas. Y después, algo que sobrecogió mi corazón.
Respuestas, tres respuestas a mi aullido me hicieron eco desde algún lugar del bosque. Notas cargadas de fuerza, de tristeza y de nostalgia, pero sobre todo, notas esperanzadoras, comprensivas y acogedoras. Era la melodía más hermosa que jamás había escuchado.
Y volvió a surgir el dolor. El dolor de saber que pese a todo, seguían allí. La preocupación de causarles daño con mi decisión, con mis actos. Y sin embargo, ese “dolor” no duró por mucho tiempo. Mutó en un sentimiento extraño, en una emoción contenida que expulsé de nuevo al contestar a mis hermanos uniéndome a sus aullidos. Y pese a mi propia voz no dejaba de escuchar las suyas:
“Recuerda que incluso un lobo solitario tiene una manada”.
Todavía no he vuelto con ellos, y sigo en busca de esa razón por la que emprendí este camino, ese motivo por el cual me convertí en el Alfa de mi propia manada, obteniendo una libertad más allá de la imaginación y comprensión de cualquier otro individuo ligado a sus congéneres. En ocasiones, cuando las noches son claras y las nubes no cubren ni la luna ni las estrellas, aúllo desesperadamente en busca de mis hermanos, quienes tarde o temprano acaban haciendo eco a mis sollozos. Es quizá lo que me mantiene firme ante el hecho de no volver, el saber que todavía tengo posibilidad de retorno.
Ya que… todos nacemos con el potencial para llegar a ser Alfas, y a todos nos atormenta el miedo de convertirnos en lobos solitarios.
Yo ya he cruzado la línea.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Cicatrices

Da la casualidad de que lo más difícil de un viaje no es la partida, sino el regreso. No importa cuáles hayan sido los motivos que hayan producido la ida, esas heridas se aletargan y se reducen a meros escozores que simplemente te recuerdan que siguen ahí, hasta que tienes que tomar el rumbo de vuelta, hasta que tienes que volver al punto de partida. Es ahí cuando te das cuenta de hasta qué punto han cicatrizado, hasta qué punto te has curado de tales momentos que en su día fueron un duro golpe. Y cuál es la sorpresa en la mayoría de los casos el descubrir que tales heridas han vuelto a abrirse como el primer día o incluso más visibles y dolorosas que nunca. Y es que en el supuesto de que se curen, no desaparecerán jamás por completo. Se convertirán en cicatrices; heridas curadas, olvidadas y latentes, quizá para siempre, pero a la espera de una nueva oportunidad de emerger en el momento más inesperado. No serán nada más que una insignificante marca para los ojos de muchos; un recordatorio de lo que representan, como la retorcida moraleja de una fábula grotesca.