lunes, 13 de abril de 2015

Alcanzar el cielo con los dedos

Lloró. Lloró con todas sus fuerzas, como no lo había hecho en mucho tiempo. Lloró por él, por ella. Lloró por todos los que lo habían abandonado en aquel camino tan traicionero, por todos con los que comenzó el viaje y por un motivo u otro tuvieron que abandonarlo. Lloró por su debilidad, por esa sensación de desamparo que lo asolaba constantemente y que le impedía levantarse y encajar los golpes como era debido. Pero también acabó llorando por aquellos que creían en él y a los que consideraba que había defraudado, por todos aquellos que pese a todo, pese a verle caer y revolcarse en el barro, habían seguido apostando por él, afirmando sin temor a equivocarse que tarde o temprano volvería a estar en pie. Lloró por todos aquellos que pese a verlo en el fondo, con el alma destrozada, seguían pensando que tenían ante sí a una persona grandiosa, capaz de mantener la entereza en las peores situaciones y que tarde o temprano acabaría por hacer historia. Lloró todas sus penas y por toda la gente a la que había decepcionado, hasta darse cuenta de que únicamente había fallado a una persona, que no era otro más que a sí mismo.
Ellos ya no estaban allí. Se habían ido, para siempre, y eso no podría cambiarlo nadie. Pero seguían a su lado, de alguna forma: podía sentirlos en el aire que respiraba y en el suelo que pisaba; y ante él se hallaba el mundo entero y no podía permitir dejar a estas alturas el camino a medio hacer. Seguiría adelante, seguro de que algún día, alcanzaría su objetivo. Él, que venía desde el lugar más profundo y hundido de la tierra, algún día alcanzaría a tocar el cielo con la punta de sus dedos, tal y como muchos ya dijeron.
Y cuando lo vio claro, cuando se dio cuenta de que nadie lo había dejado por imposible, siguió llorando, pero esta vez las lágrimas no fueron amargas. Lloró por todos ellos, por aquellos a los que pese a todo seguían a su lado, por aquellos que lo habían abandonado en aquel camino tan traicionero pero que hasta sus últimos días le dedicaron su amor, sus mejores sonrisas incluso en los peores momentos. Se levantó, y mientras se enjuagaba las lágrimas que aún persistían en sus profundos ojos azules, se permitió sollozar una última vez: se forzó a llorar como nunca para no tener que volver a hacerlo jamás.