Hace mucho tiempo, cuando el mundo todavía era desconocido y salvaje
para las criaturas que lo habitaban, hubo dos pueblos que compartieron las
tierras al pie de estas montañas. Aunque distintos, durante generaciones
coexistieron pacíficamente.
Llegó un día en el que un joven de una de las aldeas se topó, a la
orilla del río que nacía de aquellos picos cercanos, con una chiquilla del poblado
vecino. Quién sabe si fue en ese primer encuentro cuando las vidas de ambos
quedaron unidas. Apenas importa. Lo único que cuenta es que el destino de ambos
quedó sellado.
Con el tiempo, los encuentros entre aquellos jóvenes fueron cada vez
más frecuentes, más duraderos… Al poco
ambos quedaron prendados el uno del otro y se volvieron inseparables. Fue una
época feliz para todos, también para las gentes de ambas villas, pero sobre
todo para los dos jóvenes enamorados.
Sin embargo, llegó un día en el que los recursos de esas tierras
comenzaban a escasear. Los inviernos eran cada vez más crudos, la caza
escaseaba y las malas cosechas se encadenaban una tras otra. Las dos aldeas
comprendieron que para poder sobrevivir debían abandonar aquel lugar. Pero a
pesar de compartir el problema, ambos pueblos tomaron diferentes medidas para
abordarlo: el de la joven optó por viajar al noreste, con la esperanza de
encontrar un nuevo hogar al otro lado de las cumbres nevadas, mientras que el
del muchacho decidió avanzar hacia el sur, seguro de que podría asentarse
en el verde valle que allí reposaba. Los habitantes de ambos se desearon lo
mejor unos a otros, y tras la despedida, partieron, cada uno en una dirección
distinta.
No todos aceptaron de buena gana el tener que abandonar aquellas
tierras. Los dos jóvenes tuvieron que ser arrastrados por sus respectivas
familias en el momento de la partida, ya que ambos se resistían a irse y aunque
a todos les entristecía, ¿qué otra cosa podían hacer?
El muchacho fue más tenaz que la chica, y a los tres días de viaje
hacia el sur, logró separarse del resto de su pueblo, en una noche en la que el
cielo estaba sembrado de estrellas, la luna llena brillaba con fuerza y todos
los demás dormían. Desfallecido, se detuvo a recuperar el aliento en el lugar
en el que poco tiempo atrás, había sido su hogar. Y alzando la vista, observó a
la luna en todo su esplendor, y se atrevió a hacer algo que muchos de los
ancianos de su aldea jamás se atreverían siquiera a soñar. Sacando fuerzas de
donde no las había, se arrodilló y sin dejar de apartar la mirada del cielo, le
suplicó a la luna que le ayudase.
Y contra todo pronóstico, la luna lo escuchó, y le dio una respuesta: “¿Tanto amas a esa persona? ¿Renunciarías a
tu libertad por ella? Sé mi siervo, ahora y por siempre y te ayudaré. Te daré
la fuerza y el poder para encontrarla”.
El joven accedió al instante, jurándole servidumbre a la luna, y ésta,
con su pálida luz, lo bañó en ella y le otorgó su don. El muchacho había caído
de rodillas, y fue la bestia quien se levantó en su lugar, ya que el hombre dio
paso a un lobo enorme y descomunal… pues ese fue el don que la luna le entregó.
Convertido en aquella criatura, mitad terrenal y mitad divina, emprendió su
frenética carrera en busca de su amada.
Rastreó su olor, una pista que ahora se mostraba clara y evidente, atravesando
las faldas de las montañas, corriendo sin descanso, hasta que al final dio con
ella.
Pero lo que le aguardaba era algo para lo que el joven lobo no estaba
preparado.
Al verlo, la joven enmudeció de puro terror, ya que jamás podría, ni
pudo, reconocer los ojos de su amado en aquel rostro. Él trató de hablar, de
explicarle quién era, pero de sus fauces sólo se escapó un ronco sonido que
lejos estaba de ser palabras entendibles. No tardaron el resto de las gentes en acudir armados con antorchas y estacas, por lo que el
muchacho, ahora lobo, no tuvo más remedio que batirse en retirada hasta
resguardarse en las montañas, tras emitir otro gruñido de lástima. Y cuando
tendido sobre un claro su alma yacía rota en pedazos, volvió a escuchar la voz
de la luna, que decía: “Yo he cumplido mi
parte del pacto, y ahora te corresponde a ti cumplir con la tuya. Sé mi
emisario y mi voz en estas tierras y tómalas bajo tu dominio en mi nombre para
toda la eternidad”.
El gran lobo, que ya nunca más hombre, se vio atado a su juramento y
lo cumplió, conquistando esas tierras y siendo su soberano y guardián hasta el
fin de los tiempos. Hace mucho que las gentes de su propia aldea olvidaron su
nombre, y ahora se le conoce por el antiguo nombre con el que los dioses llamaban
a sus elegidos. Él mismo olvidó su vida pasada, pero nunca pudo olvidar el amor
que lo hizo encadenarse a aquel servicio eterno. Y dicen, que todavía hoy, en
las noches de luna llena, en esas montañas del norte se escuchan los terribles
aullidos del lobo, rogándole a la luna una segunda oportunidad para abandonar
esas montañas y poder recuperar a su amada.