jueves, 14 de mayo de 2015

Pura energía

Se dice que las fimias son pura energía: pedazos de magia que toman apariencia material y se dedican a recorrer los caminos. Pequeñas y luminosas como estrellas en la lejanía, las fimias mantienen una conexión extraña con el mundo, lo que les otorga cualidades que muchas veces desafían al entendimiento lógico. Situadas en la frontera que separa el mundo material de las brumas de los espíritus, los pocos eruditos que dedican sus vidas a intentar estudiarlas y comprenderlas no terminan de ponerse de acuerdo en cómo deberían clasificarse. Ni siquiera el mero hecho de conocer su llegada y salida del mundo tiene una solución clara: nadie ha visto nunca a una fimia nacer o morir, simplemente aparecen y desaparecen ante los ojos de la gente con la simpleza que muchas veces conlleva una profunda complejidad ignorada.
Existe una creencia que afirma que las fimias responden de forma enérgica ante los sentimientos más fuertes que emanan de los seres vivos, y que las muestras de amor o de odio podrían llegar a alterarlas gravemente, y más aún a sus hermanas mayores, las todavía más misteriosas y olvidadas altas fimias. Es por ello que desde hace mucho se advierte de los riesgos de atraer a las fimias con ese tipo de emociones, aunque aún así, las fimias apenas muestran perseverancia, y por eso sus encuentros con personas no resultan peligrosos; tan pronto como surgen, se esfuman. Ninguna fimia ha tenido jamás contacto directo ni continuado con algún hombre o mujer.
Excepto una. Una alta fimia realmente especial. Una que, a diferencia del resto, poseía un nombre. Una alta fimia que rompió una regla por la que todo el mundo la recordaría para siempre: enamorarse de un ser mortal. Y ella es la protagonista de esta historia...

lunes, 13 de abril de 2015

Alcanzar el cielo con los dedos

Lloró. Lloró con todas sus fuerzas, como no lo había hecho en mucho tiempo. Lloró por él, por ella. Lloró por todos los que lo habían abandonado en aquel camino tan traicionero, por todos con los que comenzó el viaje y por un motivo u otro tuvieron que abandonarlo. Lloró por su debilidad, por esa sensación de desamparo que lo asolaba constantemente y que le impedía levantarse y encajar los golpes como era debido. Pero también acabó llorando por aquellos que creían en él y a los que consideraba que había defraudado, por todos aquellos que pese a todo, pese a verle caer y revolcarse en el barro, habían seguido apostando por él, afirmando sin temor a equivocarse que tarde o temprano volvería a estar en pie. Lloró por todos aquellos que pese a verlo en el fondo, con el alma destrozada, seguían pensando que tenían ante sí a una persona grandiosa, capaz de mantener la entereza en las peores situaciones y que tarde o temprano acabaría por hacer historia. Lloró todas sus penas y por toda la gente a la que había decepcionado, hasta darse cuenta de que únicamente había fallado a una persona, que no era otro más que a sí mismo.
Ellos ya no estaban allí. Se habían ido, para siempre, y eso no podría cambiarlo nadie. Pero seguían a su lado, de alguna forma: podía sentirlos en el aire que respiraba y en el suelo que pisaba; y ante él se hallaba el mundo entero y no podía permitir dejar a estas alturas el camino a medio hacer. Seguiría adelante, seguro de que algún día, alcanzaría su objetivo. Él, que venía desde el lugar más profundo y hundido de la tierra, algún día alcanzaría a tocar el cielo con la punta de sus dedos, tal y como muchos ya dijeron.
Y cuando lo vio claro, cuando se dio cuenta de que nadie lo había dejado por imposible, siguió llorando, pero esta vez las lágrimas no fueron amargas. Lloró por todos ellos, por aquellos a los que pese a todo seguían a su lado, por aquellos que lo habían abandonado en aquel camino tan traicionero pero que hasta sus últimos días le dedicaron su amor, sus mejores sonrisas incluso en los peores momentos. Se levantó, y mientras se enjuagaba las lágrimas que aún persistían en sus profundos ojos azules, se permitió sollozar una última vez: se forzó a llorar como nunca para no tener que volver a hacerlo jamás.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Operación Fantasma

Venga, estate quieto masculló entre dientes mientras apuntaba a la cabeza de su víctima con un fusil francotirador C-10.
Evidentemente, desde aquella distancia él no podía escucharla, pero aún así le producía cierta satisfacción el pronunciar la frase en voz alta. Era una vieja costumbre con la que había aprendido a convivir.
Realizó de nuevo un reconocimiento rutinario de la zona. Todo parecía tranquilo y despejado, tal y como estaba previsto. De pronto advirtió un movimiento a su izquierda, por el rabillo del ojo, que la distrajo. Comprobó que se trataba de un gato blanco con manchas negras en cola, cabeza y orejas. Un gato normal y corriente. Por su aspecto sucio y mal cuidado, dedujo que el animal era callejero. Un gato callejero que no dejaba de mirarla fijamente a los ojos. Le devolvió la mirada, a sabiendas de que en realidad el felino estaba viendo a través de ella. Su traje corporal se encargaba de ello: la capa más externa de fibras contenía células sintéticas que reflejaban la luz para volverla invisible, una característica más que útil para desempeñar su trabajo. Pero, aunque técnicamente aquel gato no pudiera verla, sus ojos se clavaban en los suyos con una precisión milimétrica. Volvió a concentrarse en su objetivo, con la certeza de que el maldito felino tenía la vista clavada en ella. ¿Será cierto eso que dicen de que ven varios planos? No le extrañaría en absoluto que aquellos animales contasen con habilidades psiónicas de algún tipo. Procuró no darle importancia: Pudiese verla o no, estaba claro que no iba a suponer un impedimento para llevar a cabo su misión.
Observó una vez más al tipo al que debía liquidar. Parecía más joven de lo que era en realidad. Eran prácticamente de la misma edad, y por un momento se preguntó si se habrían conocido en algún momento. Intentó no pensar más en ello: a fin de cuentas se había ganado su borrado de memoria por algo. Las preguntas sobre su pasado no habían desaparecido de su cabeza tras tomar aquella recompensa, el último paso para graduarse en la academia de operaciones encubiertas, pero al menos así todo era mucho más sencillo. Como efecto secundario tenía que lidiar con perder buena parte de sus capacidades de memoria a largo plazo pero, ¿a quién podría importarle? Con su profesión eso significaba que ningún tipo de alma errante interrumpiría jamás sus noches de sueño y descanso.
Amplió la imagen a través de su máscara de visión telescópica y corroboró una vez más la información proporcionada: Varón, veinticuatro años. Metro sesenta y cinco de altura. Complexión delgada. Cabello castaño oscuro, largo. Rostro afilado, nariz torcida. Ojos azules.
Objetivo fijado.
Parecía una persona normal. ¿Por qué querría el Gobierno eliminar a alguien así? Aunque había algo extraño en esos ojos, algo que la inquietaban. Como si pudiesen ver más allá de lo que tenía delante, como si supiesen lo que estaba a punto de suceder. Aquella sensación le incomodaba, y si había algo que no soportaba era estar nerviosa.
Apretó el gatillo. El sonido del disparo quedó amortiguado por el silenciador que incorporaba el arma, todo se redujo a poco más que un zumbido. Y a más de un kilómetro y medio de aquella azotea, el cuerpo sin vida de su víctima se desplomaba en el acto. Mantuvo la mira del arma sobre el cadáver un par de segundos más. Acto seguido, relajó los músculos, desactivó la invisibilidad de su traje y se quitó la máscara de visión telescópica. Miró de nuevo a los ojos del gato, que no se había movido en ningún momento. El animal se limitó a maullar. Ella le sonrió con cierta dulzura.
Objetivo abatido.

miércoles, 11 de febrero de 2015

El Humo de la Guerra

Ya había pasado el mediodía cuando Cígar alcanzó a ver el campamento. Se ciñó la capa al cuerpo y siguió caminando, sin hacer esfuerzo alguno por pasar desapercibido ante los oteadores asentados en la zona. Al contrario, se aseguró de que lo viesen acercarse perfectamente. Cuando llegó a estar a escasos metros del núcleo del improvisado fuerte, una flecha surcó el cielo y se clavó de forma certera frente a él, a sus pies. Era, evidentemente, un mensaje de advertencia.
“Cojonudo”, se dijo, “yo también vengo a dejar un mensaje”.
Se detuvo a observar la flecha clavada en el suelo. Mientras, los soldados fueron saliendo poco a poco, armados, hasta que lograron rodearle. No opuso ninguna resistencia. Allí había lo menos un centenar de hombres, la mayoría parecían bandidos indisciplinados cuya única baza consistía en someter a sus rivales por medio de la fuerza bruta.
Cígar alzó la vista al frente y mostró su rostro pálido y afilado a los hombres. Sus ojos verdes eran enmarcados por varios mechones de aquel cabello rubio tan rebelde. Sostenía entre las comisuras de sus labios un cigarrillo de aspecto cochambroso.
¿Capitán Gálvez? Pronunció el nombre en alto y de forma clara, pero con tono dubitativo para que el aludido confirmase su presencia. Al oírlo, muchos de los soldados que tenía enfrente se hicieron a un lado para dejar ver a su superior. Gálvez era un tipo fornido, cortado por el mismo patrón que muchos de sus hombres. Era grande y musculoso, daba la sensación de medir dos metros de alto y su espalda era como la de dos hombres juntos. Avanzó entre sus soldados hasta ponerse cara a cara con quien lo había convocado.
¿Te has perdido, mocoso? Varios de sus hombres le rieron la gracia. Cígar también sonrió: una sonrisa que no transmitía felicidad alguna. Aquel tipo era una mole, debía de sacarle por lo menos dos cabezas. Fue al grano: no tenía tiempo para juegos.
Tus hombres y tú saqueasteis la aldea de Valdehueso, hace un par de días. No era una pregunta.
Estamos en guerra, jovencito. Nos limitamos a cumplir órdenes del rey. A Gálvez le sorprendieron aquellas palabras, aunque no le dio excesiva importancia. Seguramente fuese un joven del pueblo que estaba fuera cuando ellos llegaron, y ahora había decidido que no tenía nada que perder y que iba a tomarse la justicia por su mano. Le molestaba haber dejado un cabo suelto, pero a fin de cuentas su importancia era prácticamente nula. ¿Cuántos años podría tener? Siendo generoso, dudaba que alcanzase la veintena.
Lo cierto es que el aspecto de Cígar ocultaba más de lo que decía. Ante cualquiera que lo mirase sin mayor empeño no parecía más que un joven normal y corriente. Pero si alguien se fijase en él, si alguien le prestase la suficiente atención, empezaría a notar que su aspecto era… extraño. Su rostro era afilado y lampiño. No había un solo pelo que diese pistas sobre una posible barba. Y si alguien lo observase detenidamente, si alguien lo examinase exhaustivamente, se daría cuenta de que el color de sus ojos era muy intenso. Excesivamente intenso. Como si fuesen unos ojos demasiado verdes.
Había mujeres y niños. Estaban indefensos, no suponían una amenaza para nadie. Y los matasteis. –Cígar dio una última calada al resto del cigarrillo, sin dejar de mirar al capitán a los ojos. Su semblante era sereno, e imperturbable.
Y de ser cierto, ¿qué pretendes hacer ahora?
He venido a hacértelo pagar. A ti y a tus hombres dijo mientras cogía la colilla entre sus dedos y la apagaba en el suelo bajo una de sus botas. Con su mano izquierda abrió su capa lo suficiente como para dejar ver bajo ella la empuñadura de una espada, que descansaba en su vaina. Aunque… conozco tu nombre, y entre los míos se cree que eso me da poder sobre ti. ¿Qué te parece si igualamos las tornas y te digo yo el mío?
Apuesto a que no tiene ni un solo pelo en los huevos dijo uno de los soldados. Muchos lo secundaron, otros tantos se rieron. Gálvez empezó a cansarse de la situación. Aquello era un inútil intento de hacer justicia por parte de un mocoso. No soportaba a los héroes anónimos, era una idea de las mentes ingenuas e ignorantes de la naturaleza del mundo en el que vivían. Decidió que antes de deshacerse de aquel cabo suelto, le daría una lección de cómo era en realidad el mundo.
¿Quieres saber qué más hicimos aparte de matarlos, niñato? Vamos a hacer lo que yo te diga. Suelta el arma que llevas bajo la capa, y tal vez nos portemos bien contigo.
Los soldados rieron abiertamente. Al parecer iban a tener un pequeño espectáculo antes de despachar a ese idiota. Él por su parte, no hizo ningún movimiento ni pronunció palabra alguna, simplemente esbozó media sonrisa de sorna. Aquella actitud sacaba a Gálvez de sus casillas.
¿No me has oído? Suelta el arma. Tírala al suelo, vamos muévete. Cígar obedeció. Depositó su espada, todavía enfundada, a sus pies, y retrocedió un par de pasos. Y ahora dinos tu dichoso nombre. En alto, que todo el mundo pueda escucharlo.
Mi nombre… es Cígar. Cígar Skirio.
Aquel nombre no le decía nada al capitán, aunque le resultaba vagamente familiar. ¿Nórdico, tal vez? Tenía la sensación de que lo había escuchado en algún otro sitio. Tal vez fuese el apellido de una familia acomodada de la zona. Le traía sin cuidado.
Muy bien, Cígar Skirio. Creo recordar que algunos de mis hombres manifestaron tener ciertas dudas sobre tu… virilidad. Lo mejor es que salgamos de dudas. Quítate la ropa. Cígar levantó una ceja que denotaba cierta incredulidad. Gálvez disfrutó de aquel gesto¿Qué sucede, ya no quieres saber qué más le hicimos a aquellas mujeres? ¿Te has quedado sordo de repente? He dicho que te quites la ropa. Desnúdate.
Rodeado como estaba, parecía que no tenía otra alternativa. Sabía que estaba jugando a un juego peligroso, pero se dejó llevar por la situación. Lentamente, Cígar llevó la mano al cuello y soltó el broche de su capa. A continuación, se sacó su camisa de lino por los hombros, sin desabrochar, dejando su torso al descubierto. Era delgado, pero fibroso. Su pálida piel portaba finas cicatrices tanto en hombros como en espalda y pecho. Se detuvo un segundo, pero no terminó ahí: se descalzó, dejando las botas a un lado y desató pantalones y calzones a la vez. Dejó la ropa a un lado, se irguió completamente desnudo y miró a los ojos del capitán sin el menor atisbo de pudor. Gálvez no fue capaz de mantenerle la mirada por mucho tiempo: había algo en él que lo inquietaba. No tenía ni un solo pelo en el cuerpo. Y por más que lo intentaba, no era capaz de mirarle a los ojos. Aquellos ojos de un verde tan intenso. Además, estaba rodeado por sus hombres, desarmado y completamente desnudo, y ni siquiera así parecía mostrar una pizca de inseguridad.
Entonces Cígar empezó a temblar.
¿Tienes miedo? Tiemblas como un corderito, Cígar Skirio. Las palabras de Gálvez trataban de mostrar seguridad entre sus hombres, pero seguía notando aquella inquietud. Algunos comenzaron a notarlo, aunque la mayoría estaba demasiado pendiente del espectáculo como para percatarse. Y fue en ese momento cuando un grito ahogado rasgó el aire. Balbuceando, uno de los soldados identificó aquel misterioso nombre y logró dar la voz de alarma.
¿Ha dicho Cí… Cígar? ¿Cígar Skirio? ¡Por los dioses, oh, por los dioses! ¡Señor, aléjese de él! ¡Es el Humo de la Guerra, capitán! ¡Es uno de los Jinetes del Viento!
Cígar sonrió de oreja a oreja. Le encantaba ese momento, cuando alguien lo reconocía y pronunciaba el sobrenombre que le habían dado en el campo de batalla. Era la señal que estaba esperando para entrar en escena.
El capitán se giró hacia el soldado que había hablado, incrédulo. Lo que había dicho no podía ser cierto. Pero fue demasiado tarde. Los gritos del resto de sus hombres lo alertaron, y para cuando volvió a mirar al frente, aquel tipo desnudo había desaparecido. En su lugar había una criatura de leyenda. Sus escamas doradas brillaban bajo la luz del sol de media tarde, y sus ojos verdes, de un verde sorprendentemente intenso, se posaban sobre él de una forma macabra. Gálvez, encogido de miedo, no era capaz de apartar la vista de aquel monstruo. Era imposible, aquellas bestias no existían, sólo eran cuentos. Pero no había lugar para dudas, aquello era real. Un dragón, tenía ante sí un dragón aterrador. Por los dioses, era como si ese monstruo le estuviese sonriendo. Le vio abrir las fauces y se escuchó un rugido. No era lo que él esperaba, parecía lejano. De hecho todo se escuchaba de repente en susurros, como si sucediese muy lejos de allí. Notó como una gota de agua caliente recorría su mejilla. Todo estaba muy silencioso, le pitaban los oídos. Se llevó la mano a la oreja: era sangre. Y para cuando quiso darse cuenta, estaba envuelto en llamas.

Minutos más tarde, Cígar, ya vestido y envuelto otra vez en su capa, se alejaba de aquel campamento en ruinas y asolado por el fuego. Tras una distancia prudencial, se detuvo un momento y se dio la vuelta para contemplarlo. Una enorme columna de humo surgía de entre los restos calcinados del lugar. No quedaban supervivientes, pero cualquiera que se acercase sabría de sobra quién había sido el causante de aquel incendio.
Cígar Skirio, el Humo de la Guerra.
Siguió caminando, y sonrió. Le encantaba aquel apodo.

martes, 3 de febrero de 2015

Despedida

Esta es una carta de despedida. Por todas esas cosas que tal vez debí decir en algún momento y no pude, o no quise.
Tú siempre quisiste que te acompañase en tus viajes, en tus aventuras... yo sólo soñaba con poder estar a tu lado. Sabía que tarde o temprano te cansarías de mí, de tener que esperar por alguien que no podía moverse solo. Porque estaba claro que era algo a lo que no podrías renunciar jamás.
Yo tenía la esperanza de ser más rápido, que tu paciencia conmigo durase lo suficiente como para poder librarme de estas cadenas, que todavía hoy tengo, y poder darte alcance. Pero no fue así. Fui demasiado lento, igual que en mis peores sueños, y al final se cumplió. Se cumplió, y en parte no te culpo.
Aunque por otro lado, sí. Te culpo por no ser capaz de ponerte en mi lugar, aun tan extraño y díficil de entender para ti. Siempre me preguntabas que cuándo iba a crecer y a abandonar el nido, y yo no paraba de pensar que cuándo crecerías tú para comprender que mi nido me necesitaba cerca, puesto que al final, es lo único que nos queda. Aunque ya no sirve de nada, me gustaría que pese a todo, llegases a entenderlo algún día.
No te deseo mal, puesto que mis sentimientos hacia ti no han cambiado, y difícilmente lo harán. Se enfriarán, te olvidaré, al menos de puertas para fuera, pero siempre estarás ahí, de una manera o de otra.
Sé que esta vez es el final, estoy seguro de ello. Esta es mi carta de despedida. Por todas esas cosas que tal vez debí decirte, pero que terminé callándome, y que pese a todo, ya conocías. Una carta de despedida para ti, pero también para mí. Sobre todo para mí.
Te echaré de menos. Sé feliz.

D.

jueves, 29 de enero de 2015

El soñador más bravo

Siempre quiso ir más allá de dónde le permitían las fronteras. Siempre quiso dejar atrás las cosas que conocía y ver el resto del mundo con sus propios ojos. Soñaba cada noche con lugares lejanos y recónditos, perdidos y olvidados por las gentes de la "civilización". Soñaba cada noche con escaparse mientras todos dormían, con poco más que una chaqueta ajada y una mochila a la espalda. Soñaba cada noche con vivir una aventura como las que cuentan las viejas historias, y ver con sus propios ojos los parajes que se relataban en ellas. Soñaba con caminar por estrechos senderos, atravesar tortuosos pasos de montaña, convivir con pueblos perdidos en la bruma. Soñaba con ver el mar, con contemplar el océano y surcar sus aguas. No era buen nadador, pero aquello no le importaba: se imaginaba a sí mismo navegando en la cubierta de un barco, a merced de las olas y luchando contra inmensas y desalentadoras tormentas. Cada noche, se quedaba dormido dedicando un último pensamiento al hecho de que, tarde o temprano, haría realidad todo aquello.
Pero el tiempo no muestra indiferencia ante nadie y acaba pasando factura hasta al soñador más bravo. La ilusión deriva en paciencia, y al final queda degradada a mera resignación. Las tareas y obligaciones del día a día sustituyen a las ensoñaciones, y para cuando quiso darse cuenta los años pasaban y nada daba muestras de que pudiera descubrir con sus propios ojos qué había más allá de las colinas que delimitaban el valle al que tenía que llamar de mala gana, su hogar.
Sin embargo, pese a verse anclado en aquel lugar, por las noches no dejaba de soñar. Soñaba con escalar murallas a las que no se alcanzaba a ver su fin, soñaba con torres de piedra tan altas que tapaban el sol. Soñaba con junglas sin explorar, bosques vírgenes y antiguos, llenos de secretos que aún no habían sido desvelados. Soñaba con túmulos y templos largo tiempo olvidados, con los nombres de viejos y de nuevos héroes, y con criaturas que jamás nadie había visto y vivido para contarlo.
Y como por muy desalentadoras que fueran las mañanas, no era capaz de reprimir aquellos pensamientos por las noches, no tuvo más remedio que seguir leyendo libros que relataban mil y una historias, puesto que era lo más cerca que estaría de poder vivirlas.
El tiempo y el destino son crueles, pero tal vez algún día pudiese dejar de lado los libros para poder experimentar en su propia piel aquellos sueños, para que de esa forma pudieran convertirse en nuevas historias.