martes, 8 de diciembre de 2009

Nadie puede desobeceder al Alfa

Una pata se hundió lentamente en una embarrada zona del río, mucho menos profunda que las demás partes del curso que cruzaba el bosque. Acto seguido, las otras tres patas de su propietario chapotearon al cruzar. El resto de nosotros le seguíamos de cerca.
Ya estaba atardeciendo. Muchos rayos de luz se proyectaban contra las copas de los árboles, penetrando más allá del límite impuesto por sus frondosas ramas en los puntos donde se apreciaban claros en la arboleda. Cruzamos uno de esos claros con el mayor sigilo posible. Cualquiera que nos hubiera visto durante aquel tránsito sin la protección de la maleza para escondernos no hubiese alcanzado a observar nada más que cuatro manchas abarcando aquella distancia en cuestión de un escaso segundo.
Uno de mis hermanos recordó la vez que alguien trató de darnos caza. Todos soltamos varios ladridos y gruñidos cargados de sorna a costa de aquél pobre ingenuo, tanto en su momento como ahora, recordándolo. ¿Cómo había pretendido dar caza a aquellos que representaban el máximo grado de libertad?
Libertad. Nada podía compararse con aquello, con saber que nada ni nadie podía detenernos. Aquel sentimiento era lo único que necesitábamos para mantenernos vivos, para hacer funcionar la máquina.Corríamos a toda velocidad, hasta el punto de parecer que nuestras patas no tocaban el suelo. Nuestros músculos se estiraban y contraían, arrastrando con ellos el hueso y moviendo todo nuestro cuerpo hacia delante. No había sensación en el mundo que pudiera equipararse; si nuestra existencia tuviese una finalidad, sin duda sería aquello. El viento nos golpeaba la cara, y la velocidad reducía nuestra vista a cientos de borrones que iban y venían demasiado rápido como para fijarse en ellos, únicamente atisbábamos a duras penas aquello que teníamos delante del hocico. ¿Pero qué importa eso? ¿Hay alguna razón para conservar la vista en mitad de una carrera? No, conocemos como la marca de nuestro olor estas tierras, y el olfato y el oído fallan menos que la vista cuando corremos.­­­
Nos detuvimos al cabo de un tiempo. Fue momento de sacar la lengua, de recobrar algo del aire perdido durante la vertiginosa carrera que se había prolongado hasta la mayor parte de la jornada. El Alfa se adelantó y nos miró, examinándonos calmadamente. Enfrente de él me encontraba yo; a mis flancos, nuestros otros dos hermanos. La poca luz que aún permanecía en el aire, antes de desvanecerse ante el cálido manto de la noche, nos robó varios destellos de nuestros pelajes. Cuando nos acurrucábamos unos contra otros para enfrentarnos al frío que precede a los sueños mostrábamos toda una gama de tonalidades y matices totalmente dispares, desde el negro azabache de nuestro hermano Alfa al blanco albino de mi propio cuerpo, pasando por la escala de grises y el castaño con fulgores rojizos.
Nos observamos todos durante unos instantes más. Mis patas, por culpa de mi pelaje blanco como la nieve de las cumbres de las montañas del norte, eran las que más contraste generaban con el resto del cuerpo, llenas de tierra y barro, producto de galopar desde el amanecer.
Mi hermano emitió un ladrillo seco y callado, un aviso de que debíamos ponernos en camino. Ya estaba anocheciendo, y nuestros estómagos comenzaban a sentirse vacíos. Y aún quedaba camino por recorrer hasta nuestro destino.
Comenzamos de nuevo otra carrera, otro tramo del viaje, desplazándonos a un ritmo frenético. Vivimos al límite, echando el aliento y dejándonos la piel cada día, como si fuese el último. Así es la vida de los lobos.
Lenta y paulatinamente, fuimos frenando, reduciendo nuestra cadencia de marcha. Cambiamos de ritmo, y cada uno adoptó su rol. Nos extendimos, y dedicamos nuestras fuerzas a no dar ningún paso que no fuese necesario; sin pronunciar ninguna voz más alta que otra, y todas siendo no más que un susurro. No éramos más que fantasmas. Olfateamos con sutileza el aire, y el aroma de nuestra presa nos inundó los sentidos.
La cacería comienza. La noche juega a nuestro favor, y es que ni las sombras más oscuras pueden aplacar el fuego que albergamos en nuestro interior, la chispa causante de nuestra vida.
Fuimos letales en cuanto entramos en contacto. Lo alcanzamos, lo cercenamos y le segamos su esencia, todo de forma rápida y limpia, para evitar mayores sufrimientos por ambos bandos. No nos gusta matar por matar ni derramar la sangre de una presa sin sentido alguno, pero tampoco podemos mantenernos al margen ni escapar de ser los verdugos de algunas mentes. Así es el ciclo de la vida; son ellos o nosotros los que sobreviven. Somos cazadores, no carniceros. Y eso es algo que muchos parecen no comprender.
Comer cuando se tiene hambre, beber cuando se tiene sed, dormir cuando se tiene sueño… Respuestas simples a estímulos sencillos. Aquella era nuestra rutina, nuestro pan de cada día; no exenta de riesgos y peligros que afrontábamos única y exclusivamente gracias a nuestra unión, a nuestra manada. Nuestro vínculo minimiza nuestras carencias y maximiza nuestras virtudes. No puede existir unión más fuerte ni conexión tan fiable. El individuo se somete ante la entidad; por el bien de la manada, que nos garantiza la supervivencia.
Es, sin embargo, la cara y la cruz de la moneda, porque, ¿hasta qué punto es necesario conservar la intimidad, por débil que sea? Nosotros carecíamos de ella.
Retrocedimos hasta el claro para detenernos a degustar nuestra cena. La noche ya era cerrada y su abrigo nos envolvía de la mejor de las maneras, liberándonos así del temor de ser interrumpidos mientras apaciguábamos las voces de nuestros estómagos.
Pero por suerte o por desgracia, eran otras voces las que a mí me atormentaban y que necesitaba desesperadamente hacer callar. Voces que no dependen del hambre o la sed para estar calmadas, y que se rigen por algo tan sumamente complejo como lo es el espíritu.
Recordaba con tal nitidez sus acciones y respuestas de nuestro último encuentro que hubiese dado mis colmillos por defender que todo aquello había sucedido apenas un instante atrás en el tiempo. Pero mi memoria no fallaba en cuestiones importantes y por ella sabía que hacía muchas lunas de aquel trágico momento, momento que marcó mi alma con una cicatriz llena de dolor y amargura, quizá para siempre, o en el mejor de los casos para mucho tiempo.
Una acción, un pensamiento que podría grabarse en aquellas palabras que llevaba tatuadas al rojo vivo en lo más profundo de mi mente.
“Con un principio, y sin un final, recuérdalo”. Todo lo que había seguido con sumo fervor ahora se desmoronaba ante mi hocico. ¿Acaso habían sido mentira, no era todo más que una farsa? Demasiado intrincado como para poder soportarlo bajo mi pelaje lupino.
Y pese a estar tan vivo en mis recuerdos, notaba día a día cómo los detalles se iban borrando, cómo la escena era cada vez menos nítida. Si había perdido todo aquello físicamente y ahora se disipaban mis memorias, ¿qué me queda? Al fin y al cabo, todo se reduce a los recuerdos que uno guarda, recuerdos de vivencias que si pierde será como si nunca hubiese experimentado aquellas sensaciones, aquellas escenas que lo hicieron vibrar, que revolvieron la chispa de su alma y que le demostraron una vez que estaba vivo.
Hacía frío. Una ráfaga de viento que surcó silbando en dirección contraria a mis orejas me lo recordó. Aquello era un soplo tan helador que tras el amanecer se encargaría de convertir en escarcha el rocío; pero ni la madre de todas las ventiscas podía devolverme a la realidad, traerme de vuelta desde el mundo de los sueños y el inconsciente. El sufrimiento que emponzoñaba mi sangre era más fuerte, era una droga más adictiva y con un peligro potencial mucho más alto que el anuncio de una posible tormenta de nieve y granizo. Y aquello era algo que yo sabía, pero que no me molestaba en corregir. Era el fin, el fin de un ciclo, el fin de una etapa. El fin de una vida. ¿Qué deberíamos hacer cuando en el cielo nocturno se apaga nuestra estrella del norte? Cuando te arrancan la luz, cuando deja de brillar. ¿Tiene sentido buscar otra razón para seguir moviéndote?
Volví a entrar en aquello que llaman la realidad de una sacudida. Contemplé a mi alrededor con mirada ausente mientras la longitud de onda de mi espíritu se sincronizaba con mi cuerpo. Y lo que observé no me mostró mucha ilusión por volver a estar en este lado del mundo, y no en el que los fantasmas vagan libremente por los cielos. Mis tres hermanos, cada uno de ellos con el mismo gesto de preocupación en sus rostros. Y es que la manada estaba ahí, el vínculo es irrompible, inquebrantable e infranqueable, tanto para lo bueno como para lo malo. Mis pensamientos se proyectaban más allá de mi cuerpo y de mi mente para verterse como leche caliente en el cúmulo de pensamientos de mis hermanos, y viceversa. El tráfico de ideas era constante y fluía en todas direcciones y acarreando todas las consecuencias, por lo que yo les trasmitía el dolor latente en mis huesos y ellos me correspondían con la preocupación que emanaban desde sus entrañas. La tensión de ver cómo un fragmento de ti mismo se ahoga en un mar de penas mientras tú no puedes tenderle ayuda de ninguna manera, pero por el contrario estás obligado a observar el desarrollo de los hechos, quieras o no.
Entorné mi vista sobre los ojos de mi hermano, que me observaba a la vez que dictaba su opinión respecto a mis dudas, mis indecisiones. Existe una norma, una regla inquebrantable que forja los pilares de la manada, de la unión entre nuestras mentes y espíritus, una ley no escrita que todos conocemos en el momento mismo de ver por primera vez la luz de este mundo.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
En toda manada organizada debe existir una cabeza, un líder que dicte hacia dónde debe moverse o cómo debe actuar la entidad. Su palabra no puede ser desafiada por nada ni por nadie y las órdenes que el Alfa entone con su doble voz pueden doblegar desde las patas más fuertes y hasta las voluntades más inquebrantables.
Desde fuera se confunde fácilmente con una dictadura, pero no hay nada más lejos de la realidad. La existencia de un Alfa es el cimiento en el que se asienta el concepto de manada. El Alfa actúa a modo de amalgama ante los pensamientos del resto de individuos, y su presencia contribuye a la armonía, al equilibrio de toda la progenie. Todos tenemos en nuestros genes la clave para ser Alfa, pero sólo el más capaz de cada camada será el indicado para optar a dicho estatus. Aquel que se opone a las decisiones del Alfa pone en peligro toda la estabilidad que estas representan, siendo un peligro para la estabilidad de toda la manada, y por lo tanto, de la supervivencia de todos los individuos que la componen.
Y ante esa situación me hallaba yo, poniendo en tela de juicio la decisión de mi hermano Alfa y arriesgándome a arrastrar con mi insensatez al resto de mi manada hacia un abismo seguro.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Cara a cara, aquello no podía continuar así. Ni el vínculo de mi manada podía amortiguar las constantes embestidas de mis sentimientos, mostrados cual libro abierto ante mis hermanos.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Necesitaba dar con la respuesta, encontrar el equilibrio. Hallar la armonía en mi interior.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Notaba como el corazón me palpitaba fieramente en el pecho, a punto de salirse de su recorrido.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Sentí como todas mis ligaduras se aflojaban, como las cadenas de mi unión con la manada se resquebrajaban.
Nadie puede desobedecer al Alfa.
Contemplé impotente cómo dejé de estar en comunión con mis hermanos. Y a su vez, dos nuevas sensaciones afloraron en mi alma: Independencia, como nunca la había vivido, y un sentimiento de vacío, cómo nunca lo habría imaginado.
En ese momento descubrí el verdadero concepto de “soledad”.
Nos miramos el uno al otro, y ambos pudimos contemplar la situación con extrema claridad. Ya no había marcha atrás para aquello.
Nadie puede desobedecer al Alfa. Pero yo lo había hecho.
No hizo falta mostrar los colmillos, la luz de nuestros ojos difícilmente podía ser eclipsada.
Nuestros ojos... ¿cómo aquellos iris tan distintos entre sí podían emitir la misma sensación? Él, como dos faros amarillos, sobrenaturales, que emergen desde la misma noche de su negro pelaje; y yo, un azul profundo e intenso, que en lugar de ser fríos muestran un calor producto de las más ardientes llamas de una hoguera. Y a pesar de todo, en ambos podía leerse el mismo mensaje: la belleza de la vida, mostrando aspectos tan complejos de una forma tan simple.
“Vuelve pronto”.
No lo prolongué por más tiempo. Eché a correr a toda velocidad, tan rápido como me permitían mis patas, lejos de allí. Ahora estaba solo.
¿Qué deberíamos hacer cuando en el cielo nocturno se apaga nuestra estrella del norte? Cuando te arrancan la luz, cuando deja de brillar. ¿Tiene sentido buscar otra razón para seguir moviéndote? No debería sentirme así. Los lobos no lloran. Al menos eso es lo que dicen… ¿Alguna vez alguien ha visto llorar a un lobo? Demasiadas preguntas sin respuesta; demasiadas para mi cuerpo, para mi mente. Para mi alma.
Correr. Era mi única vía de escape, hacía que aquello fuese soportable. Correr para poder huir. Correr para poder olvidar. Correr para sentirme con vida.
Correr para dejar atrás todo aquello demasiado complejo y retorcido como para que nuestra alma lo soporte sin mostrar resentimiento. Amor, odio, rencor, dolor… De la misma forma que mi vista, mis pensamientos se deformaban hasta volverse irreconocibles, como manchas en mi mente que acaban disipándose, cediendo así el control a los instintos.
Pasaban las horas, y el amanecer cada vez estaba más cerca. Notaba como mi pecho se hundía, como mis costillas bajaban sobre mis pulmones y estos se doblegaban, inspirando y expirando una vez más. Al igual que las historias tienen un prólogo y un desenlace mi cuerpo me rogaba por realizar una parada, aunque no significase más que una diminuta pausa antes de reanudar aquel galope tan deseado. Cuando quise darme cuenta hacía mucho que había comenzado a subir por las colinas en dirección a las montañas, dejando el bosque atrás. Por el paso de montaña me asomé a uno de los miradores que nacen de las laderas de los picos más escarpados, en el que las copas de los árboles quedaban por debajo de mis patas, mostrándose ante mí en una escala ridícula. Me senté sobre mis cuartos traseros y contemplé el cielo nocturno, todas aquellas estrellas con la luna en el papel de matriarca y la oscuridad como telón de fondo.
Había logrado separarme de todo cuanto conocía y amaba… ¿cuál había sido la fuerza capaz de desprenderme de todo aquello? Una sensación de agonía se formó en mi corazón. Era insoportable. Necesitaba expulsarlo, tenía que expulsarlo. A pesar de no ser la primera vez que lo experimentaba, nunca había sido tan fuerte como en aquella ocasión. Empujé hasta mi garganta pausada y paulatinamente todas esas cargas de conciencia, todas esas emociones a flor de piel. Ya estaba listo. Estiré el cuello, abrí mi boca levemente, mirando hacia el cielo y me dejé llevar. Contraje el diafragma con lentitud, y poco a poco dejé salir aquella bola de sensaciones y necesidades, produciendo un sonido grave, ronco y prolongado, carente de pausa alguna.
Varios segundos de silencio en aquellas vistas nocturnas. Y después, algo que sobrecogió mi corazón.
Respuestas, tres respuestas a mi aullido me hicieron eco desde algún lugar del bosque. Notas cargadas de fuerza, de tristeza y de nostalgia, pero sobre todo, notas esperanzadoras, comprensivas y acogedoras. Era la melodía más hermosa que jamás había escuchado.
Y volvió a surgir el dolor. El dolor de saber que pese a todo, seguían allí. La preocupación de causarles daño con mi decisión, con mis actos. Y sin embargo, ese “dolor” no duró por mucho tiempo. Mutó en un sentimiento extraño, en una emoción contenida que expulsé de nuevo al contestar a mis hermanos uniéndome a sus aullidos. Y pese a mi propia voz no dejaba de escuchar las suyas:
“Recuerda que incluso un lobo solitario tiene una manada”.
Todavía no he vuelto con ellos, y sigo en busca de esa razón por la que emprendí este camino, ese motivo por el cual me convertí en el Alfa de mi propia manada, obteniendo una libertad más allá de la imaginación y comprensión de cualquier otro individuo ligado a sus congéneres. En ocasiones, cuando las noches son claras y las nubes no cubren ni la luna ni las estrellas, aúllo desesperadamente en busca de mis hermanos, quienes tarde o temprano acaban haciendo eco a mis sollozos. Es quizá lo que me mantiene firme ante el hecho de no volver, el saber que todavía tengo posibilidad de retorno.
Ya que… todos nacemos con el potencial para llegar a ser Alfas, y a todos nos atormenta el miedo de convertirnos en lobos solitarios.
Yo ya he cruzado la línea.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Cicatrices

Da la casualidad de que lo más difícil de un viaje no es la partida, sino el regreso. No importa cuáles hayan sido los motivos que hayan producido la ida, esas heridas se aletargan y se reducen a meros escozores que simplemente te recuerdan que siguen ahí, hasta que tienes que tomar el rumbo de vuelta, hasta que tienes que volver al punto de partida. Es ahí cuando te das cuenta de hasta qué punto han cicatrizado, hasta qué punto te has curado de tales momentos que en su día fueron un duro golpe. Y cuál es la sorpresa en la mayoría de los casos el descubrir que tales heridas han vuelto a abrirse como el primer día o incluso más visibles y dolorosas que nunca. Y es que en el supuesto de que se curen, no desaparecerán jamás por completo. Se convertirán en cicatrices; heridas curadas, olvidadas y latentes, quizá para siempre, pero a la espera de una nueva oportunidad de emerger en el momento más inesperado. No serán nada más que una insignificante marca para los ojos de muchos; un recordatorio de lo que representan, como la retorcida moraleja de una fábula grotesca.

domingo, 11 de octubre de 2009

Llamada sin respuesta. ¿Reintentar?

Cuando la llave del piso se introdujo en la cerradura, produjo un sonido similar al de una vieja sierra surcando un tronco, en el momento previo a ser cortado en dos pedazos de leña. Giré la llave hacia la izquierda, y empujé la puerta apoyándome en el pomo, como de costumbre. Me descalcé nada más cruzar el marco de madera y tocar el suelo, y me encaminé hacia la cocina mientras depositaba a ciegas el manojo de llaves sobre la mesa del comedor. Entré y abrí el grifo. El chorro de agua fría me empapó parcialmente la mano izquierda, a medida que se llenaba el vaso de cristal que sostenía. En dos tragos volvió a estar vacío, y lo coloqué boca abajo sobre el fregadero. Bostecé y miré la hora: las ocho; aún me sobraba tiempo hasta la cena, por lo que decidí realizar algunas de las tareas rutinarias que uno siempre tiene pendientes por casa: comprobar qué ropa estaba limpia y cuál no, doblar aquella que estuviese arrugada en una esquina, revisar el correo, reordenar los apuntes tirados de mala manera sobre el escritorio... cualquier cosa que me mantuviese ocupado y no me dejase mirar hacia el teléfono móvil.
Pero tras diez minutos, todo estaba en perfecto orden, y yo me encontraba apoyado en una silla del recogido salón, en silencio, observando el dichoso teléfono. Luchando, y estremeciéndome de puro terror. No podía evitarlo, ya no. Había vuelto a cruzar la línea y poco importaban mis súplicas. Tenía la vista fija en el móvil, pero ya no observaba el aparato, en mi mente se dibujaban otros objetos, otros detalles. Un rostro, y cientos de recuerdos que salían a flote desde las profundidades de mi esencia. Me llevé la mano al cuello, lugar donde solía descansar mi colgante. Pero no hallé más que un cuello frío y desnudo. ¿Cómo un trozo de metal podía ser tan necesario para sentirse entero? Pese a carecer de él, cerré mi mano en un puño, como tantas otras veces, sobre el lugar donde aquella pieza descansaba habitualmente.
¿En qué momento el teléfono había parado en mis manos, y cuándo había marcado su número en la memoria del aparato? No lo podría decir a ciencia cierta, pero el caso es que allí estaba, contemplándome. ¿Por qué el teléfono vibraba? Tardé un poco en darme cuenta de que se trataba de mí, que era yo el que estaba temblando. Y no hacía falta preguntar por qué. Escuché los latidos de mi corazón con tal intensidad que parecía que alguien estuviese golpeando rítmicamente un tambor cerca de mis tímpanos. Entonces pulsé el botón de llamada, y mis latidos se acompasaron a los tonos del teléfono. Uno, dos... cerca del quinto supe que no iba a descolgarlo y tras el décimo mis sospechas se confirmaron. Aparté el móvil de mi oído y me quedé observando la pantalla, leyendo el mensaje que había allí escrito. "Llamada sin respuesta. ¿Reintentar?" Lancé el teléfono contra el sofá, y alcé los ojos hasta toparme con el techo de la estancia.
Tras cinco minutos de trance, me levanté, me calcé, cogí las llaves y me fui, no sin cerrar la puerta de casa. El piso quedó prácticamente igual que antes de que hubiese entrado un tiempo atrás, tan sólo un imperceptible sentimiento de rabia y de dolor que flotaba en el ambiente indicaba que algo había cambiado en aquellos veinte minutos. Eso, y el teléfono móvil, que permanecía tirado en el sofá, totalmente abandonado.
Y si durante ese tiempo en el que yo me lamía mis heridas recién abiertas hubiese llamado, ¿qué habría pasado?
Sinceramente... ¿qué importa?

domingo, 6 de septiembre de 2009

Reloj de arena

Una pequeña bandada de gaviotas sobrevoló la costa a varios metros de altura, sin prestar atención a los restos encallados del barco que horas antes había protagonizado semejante naufragio.
Varado en la orilla, boca abajo, con una mezcla de arena y sal en los labios, un marinero se debatía entre la vida y la muerte, pese a su aspecto apacible.
Tenía los ojos cerrados y enterrados en la arena, pero podía verla, podía sentirla; a los lejos, acercándose. Arrastrando una amplia capa raída y carcomida por el tiempo, mostrando tan sólo sus manos y parte de su encapuchado rostro. Su piel y su carne tiempo atrás se desprendieron de su figura, dejando como único recipiente de su esencia aquellos viejos huesos que se movían con total naturalidad, apoyados sobre la guadaña que llevaba a modo de cayado. Pero sin lugar a dudas, lo que hubiese dejado mudo al mundo de llegar a poder contemplar aquella figura eran el par de alas que nacían de su espalda, cubiertas por un grisáceo plumaje que aun mostrando los signos de la vejez que representaba, no le restaba un mero ápice de grandiosidad.
Pero, ¿cómo alguien puede no sentir fascinación ante aquello? Sólo se contempla a la muerte una vez en la vida...
El espectro caminaba despacio, desplazando todo su peso sobre la arena de la playa, hacia el desdichado hombre. Se detuvo ante él, y posó un arcano reloj de arena, que comenzó a marcar de forma inexorable los inicios de una cuenta atrás. ¿Qué anunciaba aquel reloj? El moribundo marinero no lo sabía, pero no le importaba. Su final estaba cerca... y él estaba preparado para partir de este mundo. Le hubiese gustado despedirse de aquellos con los que compartió algo en su vida, pero parecía que no iba a ser posible. De haber podido suspirar en ese momento lo hubiese hecho, ¿pero cómo hacerlo si se hallaba en tal fortuna por precisamente ser incapaz de inspirar el aire marítimo?
El espíritu se arrodilló ante su tendido cuerpo, y esperando el viejo hombre que un susurro segase su último aliento, se encontró con una ardiente bocanada de aire al tiempo que escuchaba la orden de una voz rasgada: "¡Respira!"
Cuando fue consciente de sí mismo se encontraba acuclillado sobre la arena, escupiendo el agua que había encharcado sus pulmones, respirando. Vivo. No había el más mínimo rastro de aquel espíritu. No tuvo mucho tiempo más para buscarlo con la mirada, pronto escuchó las voces de sus compañeros.
Varios minutos más tarde, con la alegría de comprobar que milagrosamente nadie había muerto tras aquella desgracia, el marinero escuchó a uno de sus camaradas hacer un comentario nada acertado a sus ojos, que no dudó en recriminar:
"Esto es obra de algún santo, ¡benditos sean los dioses!"
"Ingenuo, los dioses no han movido un triste dedo por nosotros. ¡Si acaso prende una vela esta noche por la Muerte, dándole las gracias por no hacer su trabajo!"

jueves, 27 de agosto de 2009

Desde la Isla Tuerta...

Todos los hombres de la familia habían heredado en mayor o menor medida, la habilidad de abstraerse de todo cuanto les rodeaba, en cuestión de un puñado de segundos. Y se trataba de algo sumamente útil en muchas ocasiones, pese a los inconvenientes que podía acarrear en algún que otro momento inoportuno. El benjamín de la familia era el que mejor dominaba la técnica, que emplea sin pudor alguno en cualquier momento que creyese conveniente. Y eso significaba que pasaba ausente la mayor parte del tiempo. Su hermano mayor, por el contrario, se lamentó de no haber tratado de ignorar las órdenes de su padre, mientras lo seguía y se mentalizaba para realizar lo mejor posible la tarea de limpiar y reponer toda esa aceite perdida. [seguir leyendo]
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Desvié la mirada, y me concentré en el tazón de desayuno que tenía delante de mí. Inmediatamente dejé de escuchar su voz, y el silencio se apoderó de la habitación. Observé el contenido del tazón, vi cómo sobre la superficie aparentemente lisa del café con leche se formaban ondas que la distorsionaban de forma insignificante. [seguir leyendo]

viernes, 21 de agosto de 2009

Como una moneda

Somos como una moneda, ¿sabes? Una moneda, que nada más verla distingues dos caras. Que sólo ofrece dos posibilidades opuestas entre sí, una cara y una cruz. Algo tan simple como eso, dos facciones diferentes, no hay más. Hasta que la pones sobre el canto y haces que gire.
Una moneda plana, que al girar sobre sí misma es capaz de generar toda una esfera. ¿Y si esa moneda representase nuestra mente? Un ente que ofrece varias respuestas lógicas según sus razonamientos, que caben dentro de ella, pero que posee el potencial de originar algo que se escapa a su propia forma de ser, a su propia comprensión; como una moneda al girar.

martes, 23 de junio de 2009

Ella

La luna brillaba con palidez en lo alto del cielo.
Gotas de agua comenzaban a desprenderse del encapotado cielo que gobernaba la noche. Aunque al principio se depositaban mediante finas ráfagas de suave lluvia incluso agradables al posarse sobre la piel, cuya trayectoria se encontraba a merced de las ligeras brisas que se levantaban, no pasó mucho tiempo hasta que fue evidente que aquello no había sido más que el anticipo propuesto por la tormenta para anunciar su inminente llegada.
Miró el reloj de la cocina. La medianoche había terminado hacía varios minutos. Bostezó perezosamente, y previendo que tardaría en volver a quedarse dormida, decidió echar tiempo y se dirigió a observar la calle desde la ventana.
Todo estaba sumamente tranquilo allí afuera, pese al diluvio que caía sobre el terreno asfaltado.
Abandonó las vistas que estaba contemplando, emitió un nuevo bostezo muy parecido al anterior y avanzó hacia el interior de la casa hasta llegar al salón, recostándose sobre el mullido sofá con la esperanza de retomar sus dulces sueños cuanto antes, aún sabiendo que aquello iba a ser difícil. Sobre todo porque sabía que sólamente eran eso, dulces sueños, totalmente ajenos a la realidad.
Cerró los ojos y describió una diminuta sonrisa en sus labios, tratando de olvidar todo aquello y volver a caer rendida ante el agotamiento acumulado durante todo el día, pero le resultaba imposible volver a conciliar el sueño. No estaba segura de qué la había despertado, pero sí sabía qué era lo primero que había pensado al volver a la vigilia, de la misma forma que fue lo último al abandonarla.
¿Cuánto tiempo llevaba sin verle? Su cabeza le decía que bastante poco, apenas un puñado de horas, pero su corazón tenía un concepto del tiempo mucho más relativo, en el cuál las horas que pasaba sin él se dividían en eternidades y no en minutos. Y pensar que todo había terminado... ¿Quién había tenido la culpa? Ya no lo recordaba, pero de todas formas le resultaba indiferente. Se lamentó en voz alta, aún con los ojos cerrados. Acto seguido se preguntó por qué no había hecho nada para evitar aquello. Quería llorar, pero por alguna extraña razón no era capaz de soltar ni una sola lágrima, por lo que se quedó allí tumbada, en silencio.
Abrió levemente los ojos, y distinguió a la perfección la foto que descansaba enmarcada sobre la mesa de centro del salón. Allí estaba él, posando para la cámara. Recordó sin ningún tipo de problemas aquel día, en el que junto a unos amigos habían hablado sobre tantos temas diferentes hasta que se les había hecho demasiado tarde para volver a casa a tiempo. Un rayo iluminó fugazmente la habitación, seguido del rugido de un trueno a escasos segundos de distancia. Y cuando el efecto del relámpago se disipó, lo único que a sus ojos continuaba brillando con fuerza era aquella fotografía. Aquello le hizo caer en la cuenta de lo estúpida que era estando allí sentada lamentándose de todo aquello y sin intentar evitar que él desapareciera de su vida.
Lo necesitaba, y no podía permitirse perderlo.
Reaccionó, levantándose del sillón y precipitándose hacia su dormitorio. Se vistió como pudo entre la oscuridad. ¿Dónde estaba la ropa que había llevado puesta ese mismo día? A decir verdad, resultaba un tanto complicado tratar de hacer memoria para encontrar su indumentaria mientras a su vez su conciencia no paraba de meterle prisa para salir de casa cuanto antes. Una vez estuvo lista, en menos tiempo del que hubiese invertido habitualmente y más tiempo del que ella consideraba que hubiera sido apropiado desperdiciar, salió de casa a toda velocidad. Cuando pasó por la puerta para encaminarse a las escaleras que conducían al portal recordó que estaba lloviendo. Dio la vuelta, cambiando el sentido de su carrera a duras penas, para atravesar nuevamente la puerta de entrada, la cual no había tenido tiempo ni de ser cerrada. Rebuscó por armarios y estantes hasta dar con un paraguas que evitase que acabara más empapada de la cuenta, aunque a pesar de ello se preguntó cómo diablos planeaba correr con el paraguas abierto en una mano. Bajó las escaleras del portal de dos en dos hasta llegar a la última puerta que precedía a la brutal tormenta, acomodada en la calle. Abrió la puerta con fuerza y brusquedad, buscando la manera de abrir aquel trasto que llevaba en la mano. Para una vez que le hacía falta, ¿y no era capaz a abrirlo? Tenía que ser una broma pesada...
Se paró en mitad de la lluvia para poder abrirlo. Cuando lo consiguió, manifestando en voz alta su opinión acerca de los fabricantes de aquel utensilio, alzó la vista hacia el frente para continuar con su camino, y se encontró con los ojos de un chico que se hallaba justo enfrente.
Era él.
Durante un instante, se le paró el corazón. De inmediato reaccionó, latiendo más rápido que nunca. Esta vez era real. Tras unos instantes eternos en los que el silencio era dueño y señor de la situación, fue ella la primera en articular palabra.
¿Qué haces aquí? Su voz había sido ronca y raspante, qué horrible. Rogó para que el trueno que se escuchó justo después hubiese sido suficiente para disimular sus palabras.
Yo... Se detuvo un segundo y se aclaró la garganta con elegancia. Se lamentó por no habérsele ocurrido a ella
. Estaba... estaba dando un paseo y me dije... oye, ¿qué tal...? ¿qué tal si le hago una visita?
No podía ser. ¿Había venido sólo a verla a ella? Qué romántico había sonado. Hizo esfuerzos por no lanzar un ahogado suspiro y no estropearlo todo, como de costumbre. Aunque poco faltaba por hacer por su parte para arruinar todo aquello ¿Qué más podía pasar? Se percató entonces que debía decir algo, lo que fuera, con tal de romper el silencio que acompasaba a la perfecta inspiración y expiración de su interlocutor.
¿Un paseo? ¿A las dos de la mañana, y con este tiempo? Estás... estás loco. No se le había ocurrido nada mejor ya que se había quedado sin palabras. No pudo evitar sonreirle, y su sonrisa vino en aumentó cuando vió como él la seguía con el mismo gesto en su rostro.
Seguía lloviendo había vuelto a olvidarlo. Contempló cómo él pasaba una mano entre el empapado cabello, mostrando una total calma y tranquilidad, antes de hablar con aquella voz propia de un ángel.
Sí, pero sólo un poco 
rio, y ella con él.
Se miraron otra vez a los ojos, y ambos dejaron de mantener una distancia de seguridad, que había menguado a cada palabra articulada por ambos.
El paraguas cayó ligeramente contra el suelo, ya en un segundo plano, junto con la lluvia, los rayos, los truenos y el endiablado viento que recorrían aquella madrugada las mal iluminadas avenidas de la ciudad.
Abrazados con todas sus fuerzas, no se supo conocer con exactitud quién de los dos pronunció aquellas palabras, o para ser más precisos, quién de los dos las pronunció primero, antes o después de rozar los labios del otro con los suyos.
"Te quiero."

Él

La luna brillaba con palidez en lo alto del cielo.
Gotas de agua comenzaban a desprenderse del encapotado cielo que gobernaba la noche. Aunque al principio se depositaban mediante finas ráfagas de suave lluvia, incluso agradables al posarse sobre la piel, cuya trayectoria se encontraba a merced de las ligeras brisas que se levantaban, no pasó mucho tiempo hasta que fue evidente que aquello no había sido más que el anticipo propuesto por la tormenta para anunciar su inminente llegada.
Él no le prestaba mucha atención a las nubes, estaba más pendiente del suelo, para cerciorarse de dónde tenía que apoyar el pie para continuar lo más rápidamente posible con su frenética carrera, a través de las mal iluminadas avenidas de la ciudad.
Recordaba vagamente las teorías callejeras que hablaban sobre aquellos diluvios, teorías que dejaban bien claro que la clave para no mojarse era caminar despacio, entre gota y gota... Pero aunque su encriptada mente trataba sin mucho éxito de distraerse, su verdadera preocupación lo abstraía completamente del exterior.
Esa misma preocupación era lo que le había empujado a lanzarse al exterior en plena madrugada y lo que le hacía no vacilar a la hora de seguir corriendo para tratar de refugiarse de la lluvia, que acompasaba sus pasos junto con la caída de los truenos como telón de fondo. Debía de estar en el núcleo de la tormenta, puesto que el sonido estaba tan próximo que parecía que el mismo cielo se estuviese rasgando sobre su cabeza.
¿Cuánto llevaba recorrido? No estaba del todo seguro. Resultaba curioso, pero no se sentía cansado. Su corazón bombeaba sangre con tanta fuerza que parecía salírsele del pecho. No le buscó explicación, y siguió recorriendo la ciudad.
...Porque en el fondo, conocía con tanta claridad la respuesta que en ese instante no podía ver otra cosa. Y es que, ¿por qué debería sentirse agotado cuando corría desesperadamente para alcanzar lo único que en aquel momento hacía que se sintiese vivo? Lo ilógico sería que no fuese de aquella forma.
Debía ser más rápido, tenía que llegar cuanto antes. Aceleró la marcha todavía más mientras se lamentaba por no haber comenzado el recorrido mucho antes. Había varios kilómetros desde su punto de partida hasta su casa.
Ella volvió a apoderarse de los pocos pensamientos que milagrosamente habían escapado a su influjo. La veía con tal nitidez que juraría que la tenía delante, de no ser por el vacío que sentía en el pecho.
No podía terminar así, no de esta forma. Debía impedirlo, tenía que impedirlo.
No era capaz de rememorar el momento en el que las cosas fueron a peor, pero no era capaz de olvidarse del instante donde las cosas parecieron tocar a su fin. El dolor cada vez iba siendo más insoportable, y a su vez, el nerviosismo comenzaba a hacer mella en él, al verse próximo a su destino.
Las dudas siguieron asaltándole. ¿Cómo debía empezar? ¿Qué excusa debía poner? ¿Le escucharía? ¿Y si ella no pensaba igual que él, y si no buscaba una segunda oportunidad? Se sentía estúpido por todo aquello. Había tanto que quería decirle y que no encontraba la manera de dar comienzo...
Debía de haber una baldosa suelta en la acera. Tropezó con ella y perdió el equilibrio, pero con un poco de suerte y con ayuda de sus reflejos, evitó no acabar de bruces contra el suelo. Recuperó el control en medio del desequilibrio y siguió corriendo, aumentando aún más la velocidad. No tenía tiempo para detenerse por chorradas. Las piernas le dolían, las notaba completamente magulladas, pero a pesar de eso seguían acatando sus órdenes como si la fatiga no tuviese que ver con ellas.
Dobló una esquina, y se topó con la calle. En menos de un minuto alcanzó a ver el portal. Ya estaba allí.
En los últimos metros, en los cuales aflojó la marcha ligeramente, el temor volvió a acosar su cabeza. Ya era muy tarde, ¿seguro que debía ir a verla? Seguramente estaría durmiendo, no debería molestarla.
Al fin y al cabo no era el momento. Quizá nunca lo fue.
Se detuvo en seco. Había sido un imbécil, ¿qué diablos estaba haciendo allí? Debía haber reprimido sus impulsos cuando aún podría evitarse el ridículo. Ridículo que sólo él conocería, pero que ya había calado hondo en lo más profundo de su alma...
Escuchó cómo la puerta del portal que se hallaba a su izquierda se abría con brusquedad y se cerraba dando un portazo. Una chica avanzaba a trompicones mientras luchaba contra el paraguas que llevaba en las manos para lograr abrirlo. Y cuando lo consiguió, invirtiendo para ello varios farfullos y un par de maldiciones, sus ojos se encontraron de frente.
Era ella.
Allí, con el paraguas abierto en la mano, justo enfrente. Esta vez era real. Tras unos instantes eternos en los que el silencio era dueño y señor de la situación, fue ella la primera en articular palabra.
¿Qué haces aquí? Su voz era mucho más dulce de lo que él recordaba. El trueno que se escuchó justo después no consiguió ahogar el eco de sus palabras en su mente.
Yo... Se dió cuenta de la presencia de grietas en su garganta, que le impidieron articular palabra. Trató de aclararse la voz con torpeza
. Estaba... estaba dando un paseo y me dije... oye, ¿qué tal...? ¿qué tal si le hago una visita?
Qué estúpido había sonado. Y para colmo no conseguía encadenar dos palabras seguidas. ¿Qué más podía pasar? Se percató entonces que su respiración era entrecortada, aunque no sabía deducir si se debía a la vertiginosa carrera hasta allí o a la presencia de su interlocutora.
¿Un paseo? ¿A las dos de la mañana, y con este tiempo? Estás... estás loco sonrió, y aquello le forzó a sonreir a él también.
Seguía lloviendo, casi lo había olvidado. Se pasó una mano entre el empapado cabello, tratando de mostrar una falsa calma y tranquilidad, y a la vez disimular el creciente temblor que que se estaba apoderando de su cuerpo.
Sí, pero sólo un poco 
rio, y ella con él.
Se miraron otra vez a los ojos, y ambos dejaron de mantener una distancia de seguridad, que había menguado a cada palabra articulada por ambos.
El paraguas cayó ligeramente contra el suelo, ya en un segundo plano, junto con la lluvia, los rayos, los truenos y el endiablado viento que recorrían aquella madrugada las mal iluminadas avenidas de la ciudad.
Abrazados con todas sus fuerzas, no se supo conocer con exactitud quién de los dos pronunció aquellas palabras, o para ser más precisos, quién de los dos las pronunció primero, antes o después de rozar los labios del otro con los suyos.
"Te quiero."

jueves, 18 de junio de 2009

Los grilletes y las alas

El sol apretaba con fuerza, haciendo que sintiese pesada mi camiseta sobre mis hombros. No sabría decir cuánto duró el breve instante que me tomé para despojarme de ella. La deposité en el frondoso suelo, y mi piel comenzó a abrasarse bajo el astro rey. Podía escuchar como crepitaba al entrar en contacto con la luz del mediodía, como si se estuviese cocinando a fuego lento. Adoraba esa sensación.
Las notas que manaban de los auriculares que emergían del bolsillo izquierdo de mis vaqueros hechos jirones inundaban de forma brutal y efectiva mi conciencia, permitiéndome divagar entre las letras y la música de la canción.
Contemplé el árbol que tenía delante de mí, después de permitirme ojear la sombra que proyectaba. No lo demoré más: avancé con decisión hasta él, tomé impulso y trepé con relativa habilidad hasta el centro de su copa. Y sonreí al admitir que aunque aquello fuese mis grilletes, en cierto sentido también era mis alas.

miércoles, 10 de junio de 2009

Paradoja

No dejo de pensar, nunca me canso de decir, que lo peor que le puede pasar a alguien que anda divagando entre fantasías es que llegue un momento en que no sepa distinguir entre la realidad y la ficción.
Y sin embargo... en lo más profundo de mi interior, lo que me sacude y me hace seguir hacia delante, aquello que revuelve mi esencia de tal forma que apenas sé expresar, no es ni más ni menos que la remota posibilidad de alcanzar algún día a cumplir mi sueño.
...Algo tan paradojico solo podia pasarme a mí...

domingo, 7 de junio de 2009

Miedo

Miedo es aquella sensación que aborreces, que no te deja pensar con claridad, y en la que te sientes completamente inútil
Para colmo, miedo es aquella sensación, aquella situación en la que la única salida que ves factible es el hecho de salir huyendo.

sábado, 6 de junio de 2009

Élea

"Dicen que en ocasiones, hay momentos en los que con el tiempo, se acaban olvidando. Que poco a poco, esos recuerdos que nos atemorizan se van sumiendo en el fondo de nuestras memorias hasta que simplemente desaparezcan, y nos convencemos de que aquello que nos aterrorizó, que en su día deseamos no haber vivido jamás, sencillamente nunca llegó a suceder.
Es realmente tentador pensar así, soñar con que en la incertidumbre del futuro hay un lugar mejor, en el que podamos desprendernos de lo que nos atormenta del pasado.
Hay que dejar el pasado atrás.
Pero...
En realidad, cada cierto tiempo, hay que echar una mirada al pasado; sólo para recordar por qué somos como somos."

Moralidad

En muchas ocasiones, muchas más de lo que en un principio parece, lo que separa lo correcto de lo incorrecto no suele ser más que una delgada línea de tiza dibujada en el suelo. Una línea de tiza que en cualquier momento puede borrarse con la pisada de una bota y volver a ser marcada, realizando tantas curvas como su dibujante desee, para corregir qué está prohibido y qué no sobre el lienzo de la sociedad.

viernes, 5 de junio de 2009

Sensación

¿Puedes notarlo? Ese fuego que te recorre hasta las yemas de los dedos, que te deja esa sensación de bienestar, entremezclada con una inquietud... Ese sabor de boca, que te empuja a decir algo, pero desconoces el qué.
Todos esos impulsos de lanzarte a la acción, el temblor de pura impaciencia que somete por completo a tus manos... ¿Puedes notarlo? ¿Puedes notar la angustia de poder saborear, contemplar, tener toda esta felicidad a tu alcance, y dudar de si puedes mostrárselo al mundo?
Puedes notarlo, ¿verdad?
Eso es la inspiración.

jueves, 4 de junio de 2009

Se acerca el invierno

Hay momentos en los que el hielo que cubre mi corazón se despedaza, recordando el dolor de aquel invierno. Hay momentos en los que mis lágrimas, congeladas por la frialdad de la voz que me guía, vuelven a dotarse de agonía y tratan de escapar al exterior. Hay momentos, momentos como este, en los que huyo de forma desesperada, con la única idea de agarrar tu herencia con fuerza, hasta que vuelva a templarme. Pero no hay momentos en los que no piense que tu legado fue lo mejor que pudiste darme.
Unos ojos para contemplar el mundo, y un bastón para apoyarme al recorrerlo.

miércoles, 3 de junio de 2009

Sueño

Sueño con ver algún día amanecer
Sueño con vistas a un crudo futuro
Sueño conmigo haciéndome el duro
Sueño que simplemente, te quiero ver

Sueño que no tengo nada que temer
Sueño con que esta vez, si me apresuro...
Sueño que puedo escalar ese muro
Sueño que me puedas llegar a entender...

Con grises nubes observo el cielo.
¿Y podré hablarte? Sé de sobra que no.
Borré mi sonrisa, me lo temía.

Muestro mi rostro, frío como el hielo.
¿Y podré verte? Sé de sobra que no.
Bah, tampoco era tan bueno este día...

Rogar a la luna

Cabría esperar el momento
hasta llorar de un lamento
o temblar de puro miedo.
Falta que rogue a la luna...

Y es que no puedo soportar.
Si pudiera evitarlo, pues
tan sólo con susurrarte,
endulzarte algún momento...

Quién pudiera hacerlo real.
Usé mi poca osadía
intentando decir algo.

Extraño me siento al contar
ramos y cientos de ilusiones
¡Ojalá no sea un sueño!

Hermanos

¿Qué pretendes con esa espada?
No eres un héroe, ¿aún no lo sabes?
Abre los ojos, no tienes alas;
las perdiste por ella, ¿sabes?

Aún así, no tires la toalla,
no dejes que llore sola,
no permitas que se vaya,
no lo dejes en punto y coma;

Al asunto quítale hierro,
haz algo más que hacerte el muerto
¿Acaso no eres su perro?

¡Prótégela con tu vida!
Es el miedo quien te domina,
quien logra que tiembles de ira.

Aunque sea muy testaruda,
al fin y al cabo tú la quieres
como si tu hermana fuera,
y no dejarás que muera
esa sonrisa tan suya.

domingo, 12 de abril de 2009

Simplemente eso

Él la quería.
Era lo único que repetía en su cabeza, una y otra vez. Él la quería, la amaba. Todo lo que hacía lo hacía por ella, él siempre deseaba su bienestar. No había ninguna duda, él nunca le haría daño, sólo trataba de protegerla, simplemente eso.
Pero aquello... Aquello le había hervido la sangre. Nunca se había sentido así, tan humillado, tan herido, tan... tan...
Vació otra cerveza en apenas dos tragos, y lanzó el casco hacia una esquina del salón, donde reposaban algunos otros. Erró el tiro, y la botella de vidrio cayó varios centímetros a la izquierda, tumbándose y rodando sobre su costado. El vidrio describió a la perfección el arco de una circunferencia, hasta detenerse aproximadamente en la mitad de la estancia.
Estiró su brazo hacia atrás, buscando a ciegas otra de las botellas llenas que se encontraban sobre aquella mesa de centro de madera, contra la cual reposaba de mala manera su espalda. Agarró por error una de las muchas cajetillas vacías de cigarros, que soltó con desgana cerca del cenicero volcado. Al segundo intento acertó con la botella. La abrió, y bebió de su contenido.
Se detuvo un momento, y echó un vistazo a la destartalada habitación. Su aspecto era horrible. Soltó una lenta y prolongada maldición al aire, mientras murmuraba el desastre organizado y preguntándose dónde coño estaría metida la otra para no haber limpiado todavía ese estropicio.
Entonces recordó que no estaba, y el sentimiento de culpa volvió a aflorar. Nunca quiso hacer lo que había hecho, perdió el control, él nunca le haría daño, la amaba, no había ninguna duda.
Él la quería, simplemente eso.
Y la echaba de menos. Echaba de menos el olor a lavanda que desprendía tras rociarse ese perfume que tanto le gustaba, echaba de menos el tintineo de sus llaves al abrir la puerta, los buenos días que ella le dedicaba cada mañana...
Inesperadamente, el agudo timbre de la puerta principal sonó, inundando momentáneamente la casa con su escueta melodía. Se extrañó, ya que no esperaba visitas. Quienquiera que fuese podía dar la vuelta y marcharse.
El timbre volvió a bañar la casa durante unos segundos. Él simplemente se mantuvo en silencio, intentando mantener una calma que hacía tiempo que la había perdido.
Otra vez. Bebió nerviosamente otro trago de cerveza. La espuma formada por la brusquedad del movimiento se escurrió por las comisuras de los labios.
El silencio absoluto sólo era interrumpido por su respiración entrecortada y por la contracción de su irritada garganta al permitir tragar líquido con dirección al estómago. Se relajó, y volvió a llevarse la boca de la botella a los labios, aún con cierta inquietud reflejada en sus ojos.
Unos golpes sordos contra la madera de la puerta sustituyeron al timbre. Aquello le pilló tan de sorpresa que la botella salió disparada de su mano al suelo, quebrándose a medio metro de distancia y sembrando el suelo de la habitación de fragmentos de cristales, acompañados por una mancha de cerveza que delataba el lugar del impacto.
El ruido de la botella de vidrio al romperse incitó al autor de los golpes sordos a realizarlos con más fuerza y constancia.
Al delatarle el ruido provocado, cambió de táctica. Se levantó como pudo del suelo, apoyándose en la mesa, volcando varias botellas de las que allí reposaban, y caminó a trompicones hasta la puerta, no a muchos metros de distancia y no sin antes agarrar otra de las cervezas que permanecieron de pie encima de la mesa de madera. A medida que se acercaba vociferó a su interlocutor, al otro lado de la puerta, hasta que se detuvo al estar a un palmo de ésta. Antes de abrirla, le dio un trago a la cerveza, aún sin estrenar, y se recostó sobre ella para tratar de recuperar, sin demasiado éxito, el aliento perdido durante su ruta desde el caótico salón.
Los golpes cesaron de pronto, y pudo escuchar aquel tintineo de llaves tan familiar. Se apartó unos pasos de la puerta, perdiendo por un momento el equilibrio. Reconoció el olor a lavanda al otro lado de la puerta, y de repente se encontró esperanzado.
Era ella, había vuelto.
La puerta se abrió, pero no era ella quien había aguardado en el rellano. Al principio no lo reconoció, pero tras fijarse en su cara, cayó en la cuenta de quien se trataba.
Tú... Hacía mucho tiempo desde la última vez que lo había visto.
Entró en el piso sin ningún titubeo, y se plantó delante de él. Se mostraba tranquilo, sereno, mientras jugueteaba con las llaves que llevaba en su mano.
¿Qué cojones haces tú aquí? ¿Por qué tienes llaves de mi casa? ¡Lárgate antes de que llame a la policía!
Las llaves me las ha dejado ella, y la policía ya está de camino. Sólo he venido porque mi madre me lo ha pedido.
¿La policía, de camino? Ese niñato apenas había cambiado.
Estás mintiendo. voy a llamar a la policía, ¡largo de aquí!
He dicho que la policía ya viene para aquí 
respondió el visitante. Sus ojos transmitían una frialdad casi indescriptible.
¡Mientes! Al tiempo que negó la evidencia, agarró con fuerza a su indeseado huésped por la muñeca de la mano que sostenía las llaves, mientras que continuó lanzando su amenaza: He dicho que te largues de aquí. ¡Fuera de mi casa!
Su visitante, soltó el llavero, hizo un giro de antebrazo y no sólo logró zafarse de su agresor, sino que fue capaz de agarrarle a él, invirtiéndose los papeles. Le retorció el brazo con más fuerza de la que aplicó él y lo soltó sin mayor preocupación, manteniendo su mirada fría y su rostro sereno. Su padrastro se agarró el brazo herido y retrocedió un poco más, acobardado pese a su alcohol en sangre. Ninguno de los dos percibió el tintineo de las llaves al caerse.
Las cosas han cambiado, ya no son como antes. Estoy aquí porque mi madre me ha pedido que te diga algo. Ha dicho que se acabó, que nunca más vas a volver a vernos, que no se va a volver a callar delante de ti y de ningún otro y que debió irse el mismo día en que me fui yo.
Yo... yo la quiero
 respondió, trabándose al hablar.
¡La dejaste en coma, hijo de puta! ¡Le diste tal paliza que acabó en coma, ha salido de él casi de milagro hace unas horas! Rugió, al tiempo que lo agarraba del cuello de la camisa y lo zarandeaba. Pudo percibir aquel olor a lavanda, proveniente del abrigo negro que su hijastro llevaba puesto. Entonces lo vio, aquel abrigo había sido el que había encontrado en el armario de su mujer hace dos días, aquel abrigo demasiado estrecho de espalda y hombros como para que fuera a dárselo a él. Aquel abrigo había sido el causante de todo, el inicio de aquella discusión en la que perdió el control. Ella no lo había engañado, ese abrigo no era para otro, era para su hijo.
El propietario del abrigo también pareció darse cuenta, porque le soltó de la camisa y se mantuvo erguido sin decir o hacer nada más.
Sus rodillas se doblaron, y su altura se vió reducida en aproximadamente medio metro. Soltó por última vez la botella de cerveza de su mano, que se volcó sin llegar a romperse, y comenzó a rodar por el suelo del pasillo. Posó su rostro sobre el suelo y agarró con dificultad las llaves de su compañera, para acto seguido romper a llorar por pura desesperación. Su hijastro se quedó allí, de pie, mirándole en silencio y haciendo esfuerzos para no sentir pena o no compadecerse de él.
Él la quería, simplemente eso.

domingo, 22 de marzo de 2009

Eldar

Acuclillado, monté mi arma con velocidad y precisión, con movimientos ágiles, movidos por la inercia que aportaba la rutina, la costumbre. La experiencia.
Mi mente sin embargo, se encontraba inmersa en todos los peligros que me aguardaban, rodeada de ese torrente de sentimientos que siempre me embriagaban antes de afrontar el ritual.
Pero esta vez era diferente. Sabía que esta vez era la última vez que me adentraría en la senda del guerrero. Porque en cuanto finalizase el ritual, no podría volver a abandonarla jamás.
Estaba totalmente enfundado en mi longeva armadura, a excepción del casco, que reposaba junto a mí. Posé con delicadeza mi arma en el suelo y lo sostuve con ambas manos. Miré su rostro, y vi reflejado el mío propio en el pulido cristal del visor.
Aún era consciente de quien era, aún no me había adentrado por completo en la senda.
Cerré los ojos, y me rendí, dejándome llevar. Comenzó el ritual, y mi mente emprendió un camino incierto, divagando entre el sueño y la vigilia.
Nadie, absolutamente nadie podría soportar los horrores de la guerra, no dejaría de contemplar los rostros y nombres de todos aquellos que perdieron la vida en sus manos. La locura estaría presente entre aquellos que han empuñado las armas, aunque fuese sólamente una vez.
La senda evitaba eso. Evitaba cualquier terror o miedo, separando el "yo verdadero" del "yo guerrero". Cuando el ritual terminase, mis sentimientos quedarían ocultos, y tan sólo mi sed de sangre sería visible.
Amigos, familiares... todo quedaría en un segundo plano, y ni siquiera mi nombre importaría lo más mínimo. Se perdería, igual que tantas otras cosas.
Y mi cuerpo y mi mente sólo sentirían una cosa: la muerte. La destrucción. La ira. El sacrificio.
El sacrificio de ocultar mi naturaleza para poder defender a los míos y plantarle cara al mayor de los terrores. Sería más rápido, más ágil, más fuerte, más resistente.
En mi mente se fueron dibujando pensamientos más arraigados, más profundos. Las dudas que podrían atormentarme salieron a superficie hasta desaparecer, tal vez para siempre.
Ya que era consciente de que a medida que avanzo por este camino, la posibilidad de no abandonarlo se acrecenta. Y si no regreso, me convertiré en un ser que sólo tendrá ojos para guerra, ahora y por siempre.
Es el mayor riesgo al que me expongo, pero estoy dispuesto a asumirlo.
Soy un guerrero. Ahora, tan sólo eso importa. No hay lugar para el miedo, ni para el arrepentimiento. Caminaré por la senda, y no miraré atrás. Así es como deber ser, y no de otra forma.
Se acercaba la cumbre del ritual, podía sentirlo. Y precediéndola, mis temores más arraigados en mi espíritu.
Contemplé los rostros de quienes amé, teniendo algo que decir a cada uno. Mis recuerdos se oscurecieron, siendo poco más que borrones en mi mente.
Sentí miedo, miedo a lo que me aguardaba. Quise dar marcha atrás, por un momento quise volver atrás y decir todo aquello que nunca dije, hacer todo aquello que nunca hice.
Pero si me negaba a cumplir con mi papel, ya no habría nadie a quien decir todo aquello, nada por lo que hacer todo aquello.
Mi mundo... se desmorona. Se tambalea peligrosamente, camino de la destrucción. Nosotros somos lo único que queda de nuestra antigua gloria.
Ya no podía retroceder. Sólo quedaba avanzar.
El ritual terminó, y me entregué definitivamente a mi dios, siendo un ejecutor de sus ideas, y convirtiéndome en un mero reflejo de lo que había sido, para toda la eternidad.
El último paso, me puse el casco de la armadura, protegiendo y ocultando mi rostro, y la armadura se activó. Las gemas que aparentemente sólo la adornaban dejaron emerger a las almas de todos aquellos que me precedieron, fundiéndose con mi mente en una sola.
Me levanté, y recogí mi arma del suelo. Mi nuevo nombre vino a mi mente sin necesidad de buscarlo entre los recuerdos de mis otras vidas, el nombre que llevaría hasta el fin de los tiempos, y a la vez olvidé aquel que había sido sólo mío.
Me había convertido en verdugo, y a la vez en víctima.
Me había convertido en exarca.
Abrí las puertas de la habitación, y tras ellas me esperaban los guerreros de mi escuadra. Abandonamos juntos el templo sin mirar atrás, y con nuestras armas, comenzamos a incinerar hasta las entrañas a quienes osaban destruir nuestro hogar, reduciéndolos a cenizas.
Somos el pueblo de las estrellas, y no desapareceremos de la faz del universo.
No sin luchar.

viernes, 13 de marzo de 2009

Relatos de quien trasnocha

Apenas había desfilado media hora más de la medianoche por el reloj de la habitación. Bajo sus ojos comenzaban a marcarse lo que al amanecer serían unas claras ojeras, presentes habitualmente en las facciones de su pálido rostro. Aún así, el brillo de sus cansadas pupilas era exactamente idéntico que el que mostraban a la luz del sol en sus mejores momentos, por no hablar de la viveza del color de sus iris azules.
La que debía ser la cuarta taza de café del día ya reposaba vacía sobre la mesa, dejando únicamente como recuerdo en sus labios resquicios de su delicioso sabor, con ese punto amargo que tanto le atraía, y que fomentaba la idea de poner en marcha la cafetera una vez más.
Frente a él, las letras de los libros que lo rodeaban y de la pantalla del ordenador le embriagaban, alimentando su hambre irrefrenable de lectura, otra de las adicciones que poseía y que no tenían en consideración la hora en la que se manifestaban, produciéndole esa sensación de abstinencia imposible de ignorar.
La noche podría resultar larga, pero no le preocupaba dormir menos de lo debido.
Al contrario, su mayor temor era dormir más de la cuenta, cuando el resto del mundo ya estuviese despierto y le obligasen a nadar a favor de la corriente del nuevo día.

domingo, 15 de febrero de 2009

Tiempo

Finalmente, cedió.
Se retiró del lugar, hundido, humillado y deprimido. Era oficial, estaba oxidado, las cosas habían cambiado hasta ser totalmente diferentes. Recordó con pesimismo como antaño siempre sonreía, como conseguía lo que se proponía. Y cuando le hablaban del imparable veneno del tiempo sobre las cosas, sonreía aún más, sabiendo que él iba a ser una excepción.
Se equivocó.
El tiempo le había pasado factura. Desechó la posibilidad de la mala racha, esto era definitivamente el final...
Se fue de allí, cabizbajo y con desgana. Acabó en el salón de su casa y se derrumbó sobre su sillón. ¿Qué haría a partir de ahora?
Pasaron varios minutos, y se sintió fuera de lugar también allí. Se levantó y comenzó a vagabundear por las diferentes habitaciones de su casa, hasta que de una o de otra manera, se encontró a sí mismo hurgando entre las viejas cajas del desván, repletas de musarañas y a la pálida luz de una linterna. Recorrió cientos de miles de recuerdos de su pasado, deteniéndose más en unos que en otros, hasta su atención se detuvo sobre una foto, la más reciente del montón. Había acabado en aquel paraíso de la nostalgia y el polvo hacía poco más de un mes. Él ni recordaba que la hubiese depositado allí intencionadamente.
La observó con cautela, en ella aparecían varios de sus amigos junto a él mismo en uno de sus últimos viajes. Le dio la vuelta a la fotografía, y en el reverso de ésta leyó varias líneas, escritas con los inconfundibles garabatos de uno de sus colegas:
"Espero que todas las chorradas que dijimos el día de la foto te den pie para sacar a relucir tus habilidades"
Se rió sin ganas, pensando que hace un tiempo hubiese sido capaz, pero que ahora ya estaba todo perdido. Se había borrado la magia, o en todo caso, se había paralizado por completo. Y daba igual, ya no había forma de ponerlo otra vez en funcionamiento, ni siquiera si exprimiese todos los detalles sobre un viaje alrededor del mundo o sobre cómo un autor se rompe la cabeza un sábado por la noche para escribir un parrafo.
Y entonces lo vió. Con tal claridad que se sintió imbécil.
Se levantó de allí, y bajó a trompicones las escaleras hasta su habitación. La luz del flexo seguía impregnando de luz un fragmento del escritorio. Todo seguía exactamente igual que unas horas atrás.
Todo salvo él.
Se sentó, agarró su bolígrafo de nuevo, marcó una línea en el folio y comenzó a escribir. Se sentía más vivo que nunca. Las palabras manaban de la tinta como si se tratase de un hermoso manantial.
El tiempo había pasado, y las cosas habían sido al contrario de lo que él, ingenuamente en un principio, había pensado.
Ya que todas las heridas, por duras y profundas que sean, el tiempo las acaba curando.

domingo, 8 de febrero de 2009

Copo de nieve

Sudaba.
Me incorporé sobre la cama y me miré las manos. Estaba temblando. Eché las mantas a un lado y me dirigí desnudo hacia el cuarto de baño. Abrí el grifo del lavabo y puse mi cabeza debajo. El agua que recorría aquella gélida cañería, que había estado a la intemperie la noche anterior, me golpeó la nuca como si fuera el afilado acero de un cuchillo de cocina. Permanecí varios minutos semiinconsciente, sin llegar a saber en cuál de los extremos de la balanza me encontraba: si en el sueño o en la vigilia. Cuando obtuve por parte de mi cuerpo un pequeño golpe de raciocinio, cogí un vaso que estaba posado al lado de la jabonera y lo llené de agua. Bebí un par de tragos lentamente, mientras observaba mi rostro reflejado en el espejo.
Y entonces lo vi a él. Apreté el vaso con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos, y acto seguido lancé el vaso contra el suelo en un arrebato de ira. Los fragmentos se dispersaron en todas direcciones como si de una explosión a pequeña escala se tratase, desplazándose algunos hasta acabar a los pies de la ducha.
Desprovisto de racionalidad alguna, y guiado por mi subconsciente me dirigí nuevamente hasta el dormitorio y me vestí sin prestar atención al estado de la ropa, la cual saqué apresuradamente del armario. Salí de mi casa dando un portazo.
A medida que caminaba, el frío inscrito en el ambiente fue devolviéndome lentamente a la realidad, pero su imagen permanecía insistente en mi retina, negándose a desaparecer hasta mi próxima pesadilla.
Caminando entre las calles, apenas veía algo de lo que tenía delante. En mi cabeza sólo se manifestaba su imagen. El resto de mis recuerdos y sentimientos, permanecían en el fondo de mi mente. Me detuve frente al cristal del escaparate de una tienda de ropa, y esta vez pude verlo claramente a mi lado.
Permanecí mudo ante su recuerdo, mientras lo miraba a los ojos. En el reflejo del cristal estaba a mi lado, vestido de la misma forma que yo, mirándome con aquellos ojos idénticos a los míos, y con media sonrisa en su boca.
Parecía feliz
Pero desde que murió, ha habido ocasiones en las que yo no he podido estarlo.
Volví a contemplar su mirada, y tras mantenerla apenas un instante, me guiñó un ojo.
Dejé de mirar el escaparate y continué caminando cabizbajo, a medida que mis pasos resonaban sobre los pequeños charcos de hielo que se habían formado de madrugada.
Un ligero copo de nieve se precipitó lentamente hacia el suelo, delante de mis ojos. Alcé la vista y me detuve para verlo mejor. La pequeña porción de agua congelada se depositó suavemente delante de mis botas, como si se tratara de una ligera pluma que se había desprendido de un ave mientras ésta emprendía el vuelo. Empezaron a caer más paulatinamente, hasta que la nevada se hizo evidente para toda la gente que en ese momento transitaba la acera. Cerré los ojos y lo contemplé por última vez, sonriendo.
Y en ese momento yo también sonreí.
Miré al horizonte, y me alejé de allí rumbo al lugar al que me dirigía, a medida que la furia y la melancolía que me acompañó al despertar se esfumaban, y una ligera euforia que provocaba un estrambótico pero agradable cosquilleo por todo el cuerpo surgía a cada paso.
Mi hermano hubiese querido que nadie llorara por su muerte, así que estaba decidido a cumplir su último deseo.

domingo, 1 de febrero de 2009

La que sonríe

-“Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy lejano, más allá del horizonte y de las tierras del otro lado del océano, a tanta distancia de aquí como la que hay entre el cielo y la tierra, existía un extenso lugar en el que los seres humanos, como tú y como yo, sólo habían descubierto una pequeña pizca de todo cuanto les rodeaba.”
La voz de la anciana que narraba la historia, que tendría alrededor de setenta años, susurraba cada palabra con delicadeza. Su nieto, absorto en la historia, la escuchaba atentamente y sin pronunciar palabra, para no perder el más mínimo detalle.
-“Las primeras personas que habitaron esas tierras vivían en unas islas inmensas, junto con todo tipo de criaturas sorprendentes.”

-¿Cómo cuales? –Inquirió el chiquillo, al no ser capaz de vencer su curiosidad.
-Todas las que te puedas imaginar.
-¿Había elefantes?
-Sí.
-¿Y monos?
-También.
-¿Todas las criaturas?
-Todas las criaturas.
-¿Hasta dragones?
La sonrisa dibujada en el rostro de su abuela, que había ido aumentando poco a poco a causa de las preguntas de su nieto, desapareció por completo al estallar en una alegre carcajada.
-Lo que más había en esas islas eran dragones.
El niño dejó escapar una ráfaga de aire lenta y profunda, asombrado al imaginarse un lugar así. Se mantuvo en silencio, situación que su abuela interpretó como que debía continuar su relato:
-“Llegó un día en el que alguna de las personas que vivían en aquellas islas, junto con criaturas sorprendentes como elefantes, monos, y dragones, decidieron marcharse para explorar. Montaron muchos barcos y partieron hacia el oeste, en busca de aventura. Y pasó el tiempo… y encontraron una nueva isla. Y después otra, y otra… Cada vez que encontraban una isla, hacían una marca en el mapa que llevaban y uno de los barcos se quedaba en ella.”
-¿Y qué pasó luego?
-“Luego… en una de las islas, donde habían hecho una marca en el mapa y donde se había quedado uno de los barcos, la gente que iba a bordo se encontró con una niña. Y esa niña tenía algo especial.” ¿Sabes qué tenía de especial?
-No, ¿qué tenía de especial?
-Lo que tenía de especial era que siempre estaba alegre y feliz, y siempre se reía y sonreía.
-Cómo te ríes y sonríes tú?

La anciana volvió a reírse de nuevo.
-Más aún.
-“Y la niña que siempre se reía llevó a las personas que habían viajado en el barco hasta su pueblo, donde vivía mucha gente alegre y feliz; pero ninguno sonreía tanto como la niña.”
-¿Y qué pasó después? –Preguntó, sobresaltado por un pequeño arrebato de euforia.
-Después... ya no sé qué más pasó. Pero sí sé que vivieron felices durante mucho tiempo, y que la niña que siempre sonreía era la más feliz de todos.
Una tercera persona cruzó la puerta de la habitación en la que se encontraban el niño y la anciana. Era una muchacha, la cual miró a los ojos del niño y le preguntó:
-¿Qué hacéis, hermanito?
-La abuela me estaba contando el cuento de las personas que vivían en una isla y la niña que siempre se reía.
La muchacha, de unos trece años de edad, recordó al instante esa historia, que también su abuela le había contado en muchas ocasiones.
-Abuela, ¿y la niña que siempre se reía tenía nombre?
-Claro, todo el mundo tiene nombre. –respondió calmadamente –y como ella siempre estaba alegre y feliz, el nombre que le pusieron significaba “La que sonríe”.
-¿Y cómo se llamaba?
La sonrisa de la anciana se volvió mucho más amplia de lo que había sido antes.
-Se llamaba igual que tu hermana mayor. –Explicó, mirando el rostro de la muchacha. Ella abrió los ojos como platos; no conocía esa parte de la historia.
-Mi hermana tiene un nombre muy raro. –Masculló él. Su abuela volvió a reírse.
-Anda, vete a jugar un poco, que tengo que limpiar la cocina para que tu madre pueda hacer la cena cuando vuelva. –El muchacho obedeció a toda prisa sin prestar atención a nada más.
-Yo voy a dar una vuelta, abuela. –Dijo la hermana del niño.
-Está bien. Diviértete con tus amigos.
La chiquilla sonrió, haciendo honor a su nombre. Se dio la vuelta y salió por la puerta de su casa, bajando alegremente las escaleras. Justo antes de cruzar el portal y encaminarse al encuentro de sus compañeros, escuchó por última vez la voz de su abuela:
-Pero no vuelvas muy tarde, Xiantra.