domingo, 15 de febrero de 2009

Tiempo

Finalmente, cedió.
Se retiró del lugar, hundido, humillado y deprimido. Era oficial, estaba oxidado, las cosas habían cambiado hasta ser totalmente diferentes. Recordó con pesimismo como antaño siempre sonreía, como conseguía lo que se proponía. Y cuando le hablaban del imparable veneno del tiempo sobre las cosas, sonreía aún más, sabiendo que él iba a ser una excepción.
Se equivocó.
El tiempo le había pasado factura. Desechó la posibilidad de la mala racha, esto era definitivamente el final...
Se fue de allí, cabizbajo y con desgana. Acabó en el salón de su casa y se derrumbó sobre su sillón. ¿Qué haría a partir de ahora?
Pasaron varios minutos, y se sintió fuera de lugar también allí. Se levantó y comenzó a vagabundear por las diferentes habitaciones de su casa, hasta que de una o de otra manera, se encontró a sí mismo hurgando entre las viejas cajas del desván, repletas de musarañas y a la pálida luz de una linterna. Recorrió cientos de miles de recuerdos de su pasado, deteniéndose más en unos que en otros, hasta su atención se detuvo sobre una foto, la más reciente del montón. Había acabado en aquel paraíso de la nostalgia y el polvo hacía poco más de un mes. Él ni recordaba que la hubiese depositado allí intencionadamente.
La observó con cautela, en ella aparecían varios de sus amigos junto a él mismo en uno de sus últimos viajes. Le dio la vuelta a la fotografía, y en el reverso de ésta leyó varias líneas, escritas con los inconfundibles garabatos de uno de sus colegas:
"Espero que todas las chorradas que dijimos el día de la foto te den pie para sacar a relucir tus habilidades"
Se rió sin ganas, pensando que hace un tiempo hubiese sido capaz, pero que ahora ya estaba todo perdido. Se había borrado la magia, o en todo caso, se había paralizado por completo. Y daba igual, ya no había forma de ponerlo otra vez en funcionamiento, ni siquiera si exprimiese todos los detalles sobre un viaje alrededor del mundo o sobre cómo un autor se rompe la cabeza un sábado por la noche para escribir un parrafo.
Y entonces lo vió. Con tal claridad que se sintió imbécil.
Se levantó de allí, y bajó a trompicones las escaleras hasta su habitación. La luz del flexo seguía impregnando de luz un fragmento del escritorio. Todo seguía exactamente igual que unas horas atrás.
Todo salvo él.
Se sentó, agarró su bolígrafo de nuevo, marcó una línea en el folio y comenzó a escribir. Se sentía más vivo que nunca. Las palabras manaban de la tinta como si se tratase de un hermoso manantial.
El tiempo había pasado, y las cosas habían sido al contrario de lo que él, ingenuamente en un principio, había pensado.
Ya que todas las heridas, por duras y profundas que sean, el tiempo las acaba curando.

domingo, 8 de febrero de 2009

Copo de nieve

Sudaba.
Me incorporé sobre la cama y me miré las manos. Estaba temblando. Eché las mantas a un lado y me dirigí desnudo hacia el cuarto de baño. Abrí el grifo del lavabo y puse mi cabeza debajo. El agua que recorría aquella gélida cañería, que había estado a la intemperie la noche anterior, me golpeó la nuca como si fuera el afilado acero de un cuchillo de cocina. Permanecí varios minutos semiinconsciente, sin llegar a saber en cuál de los extremos de la balanza me encontraba: si en el sueño o en la vigilia. Cuando obtuve por parte de mi cuerpo un pequeño golpe de raciocinio, cogí un vaso que estaba posado al lado de la jabonera y lo llené de agua. Bebí un par de tragos lentamente, mientras observaba mi rostro reflejado en el espejo.
Y entonces lo vi a él. Apreté el vaso con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos, y acto seguido lancé el vaso contra el suelo en un arrebato de ira. Los fragmentos se dispersaron en todas direcciones como si de una explosión a pequeña escala se tratase, desplazándose algunos hasta acabar a los pies de la ducha.
Desprovisto de racionalidad alguna, y guiado por mi subconsciente me dirigí nuevamente hasta el dormitorio y me vestí sin prestar atención al estado de la ropa, la cual saqué apresuradamente del armario. Salí de mi casa dando un portazo.
A medida que caminaba, el frío inscrito en el ambiente fue devolviéndome lentamente a la realidad, pero su imagen permanecía insistente en mi retina, negándose a desaparecer hasta mi próxima pesadilla.
Caminando entre las calles, apenas veía algo de lo que tenía delante. En mi cabeza sólo se manifestaba su imagen. El resto de mis recuerdos y sentimientos, permanecían en el fondo de mi mente. Me detuve frente al cristal del escaparate de una tienda de ropa, y esta vez pude verlo claramente a mi lado.
Permanecí mudo ante su recuerdo, mientras lo miraba a los ojos. En el reflejo del cristal estaba a mi lado, vestido de la misma forma que yo, mirándome con aquellos ojos idénticos a los míos, y con media sonrisa en su boca.
Parecía feliz
Pero desde que murió, ha habido ocasiones en las que yo no he podido estarlo.
Volví a contemplar su mirada, y tras mantenerla apenas un instante, me guiñó un ojo.
Dejé de mirar el escaparate y continué caminando cabizbajo, a medida que mis pasos resonaban sobre los pequeños charcos de hielo que se habían formado de madrugada.
Un ligero copo de nieve se precipitó lentamente hacia el suelo, delante de mis ojos. Alcé la vista y me detuve para verlo mejor. La pequeña porción de agua congelada se depositó suavemente delante de mis botas, como si se tratara de una ligera pluma que se había desprendido de un ave mientras ésta emprendía el vuelo. Empezaron a caer más paulatinamente, hasta que la nevada se hizo evidente para toda la gente que en ese momento transitaba la acera. Cerré los ojos y lo contemplé por última vez, sonriendo.
Y en ese momento yo también sonreí.
Miré al horizonte, y me alejé de allí rumbo al lugar al que me dirigía, a medida que la furia y la melancolía que me acompañó al despertar se esfumaban, y una ligera euforia que provocaba un estrambótico pero agradable cosquilleo por todo el cuerpo surgía a cada paso.
Mi hermano hubiese querido que nadie llorara por su muerte, así que estaba decidido a cumplir su último deseo.

domingo, 1 de febrero de 2009

La que sonríe

-“Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy lejano, más allá del horizonte y de las tierras del otro lado del océano, a tanta distancia de aquí como la que hay entre el cielo y la tierra, existía un extenso lugar en el que los seres humanos, como tú y como yo, sólo habían descubierto una pequeña pizca de todo cuanto les rodeaba.”
La voz de la anciana que narraba la historia, que tendría alrededor de setenta años, susurraba cada palabra con delicadeza. Su nieto, absorto en la historia, la escuchaba atentamente y sin pronunciar palabra, para no perder el más mínimo detalle.
-“Las primeras personas que habitaron esas tierras vivían en unas islas inmensas, junto con todo tipo de criaturas sorprendentes.”

-¿Cómo cuales? –Inquirió el chiquillo, al no ser capaz de vencer su curiosidad.
-Todas las que te puedas imaginar.
-¿Había elefantes?
-Sí.
-¿Y monos?
-También.
-¿Todas las criaturas?
-Todas las criaturas.
-¿Hasta dragones?
La sonrisa dibujada en el rostro de su abuela, que había ido aumentando poco a poco a causa de las preguntas de su nieto, desapareció por completo al estallar en una alegre carcajada.
-Lo que más había en esas islas eran dragones.
El niño dejó escapar una ráfaga de aire lenta y profunda, asombrado al imaginarse un lugar así. Se mantuvo en silencio, situación que su abuela interpretó como que debía continuar su relato:
-“Llegó un día en el que alguna de las personas que vivían en aquellas islas, junto con criaturas sorprendentes como elefantes, monos, y dragones, decidieron marcharse para explorar. Montaron muchos barcos y partieron hacia el oeste, en busca de aventura. Y pasó el tiempo… y encontraron una nueva isla. Y después otra, y otra… Cada vez que encontraban una isla, hacían una marca en el mapa que llevaban y uno de los barcos se quedaba en ella.”
-¿Y qué pasó luego?
-“Luego… en una de las islas, donde habían hecho una marca en el mapa y donde se había quedado uno de los barcos, la gente que iba a bordo se encontró con una niña. Y esa niña tenía algo especial.” ¿Sabes qué tenía de especial?
-No, ¿qué tenía de especial?
-Lo que tenía de especial era que siempre estaba alegre y feliz, y siempre se reía y sonreía.
-Cómo te ríes y sonríes tú?

La anciana volvió a reírse de nuevo.
-Más aún.
-“Y la niña que siempre se reía llevó a las personas que habían viajado en el barco hasta su pueblo, donde vivía mucha gente alegre y feliz; pero ninguno sonreía tanto como la niña.”
-¿Y qué pasó después? –Preguntó, sobresaltado por un pequeño arrebato de euforia.
-Después... ya no sé qué más pasó. Pero sí sé que vivieron felices durante mucho tiempo, y que la niña que siempre sonreía era la más feliz de todos.
Una tercera persona cruzó la puerta de la habitación en la que se encontraban el niño y la anciana. Era una muchacha, la cual miró a los ojos del niño y le preguntó:
-¿Qué hacéis, hermanito?
-La abuela me estaba contando el cuento de las personas que vivían en una isla y la niña que siempre se reía.
La muchacha, de unos trece años de edad, recordó al instante esa historia, que también su abuela le había contado en muchas ocasiones.
-Abuela, ¿y la niña que siempre se reía tenía nombre?
-Claro, todo el mundo tiene nombre. –respondió calmadamente –y como ella siempre estaba alegre y feliz, el nombre que le pusieron significaba “La que sonríe”.
-¿Y cómo se llamaba?
La sonrisa de la anciana se volvió mucho más amplia de lo que había sido antes.
-Se llamaba igual que tu hermana mayor. –Explicó, mirando el rostro de la muchacha. Ella abrió los ojos como platos; no conocía esa parte de la historia.
-Mi hermana tiene un nombre muy raro. –Masculló él. Su abuela volvió a reírse.
-Anda, vete a jugar un poco, que tengo que limpiar la cocina para que tu madre pueda hacer la cena cuando vuelva. –El muchacho obedeció a toda prisa sin prestar atención a nada más.
-Yo voy a dar una vuelta, abuela. –Dijo la hermana del niño.
-Está bien. Diviértete con tus amigos.
La chiquilla sonrió, haciendo honor a su nombre. Se dio la vuelta y salió por la puerta de su casa, bajando alegremente las escaleras. Justo antes de cruzar el portal y encaminarse al encuentro de sus compañeros, escuchó por última vez la voz de su abuela:
-Pero no vuelvas muy tarde, Xiantra.