martes, 8 de febrero de 2011

Dependencia

Todo está a oscuras. Hace tiempo que lo único que nos alumbra es una pequeña lámpara desde una esquina de la mesa del dormitorio. Nosotros, recobrando el hábito de pasar las horas en vela, sin conciliar el sueño, no hacemos más que darle vueltas a nuestra cabeza, rescatando dilemas que ya creíamos haber resuelto, torturándonos lentamente mientras lo realizamos. Nos miramos al espejo que ocupa parte de una de las paredes y observamos nuestro rostro. Hacemos memoria y por primera vez nos fijamos en todos los cambios sufridos con respecto a la imagen que tenemos de nosotros mismos, grabada hace mucho tiempo en la retina. Nunca habíamos dependido tan poco y de tan poca gente. Y aún así, los vínculos que mantenemos son de los más fuertes que recordamos.
Muchas veces nos ocultamos tras una máscara, un rostro impasible adornado por sutiles arrugas y ojeras ligeramente marcadas que no dejan traspasar más allá del significado que se esconde bajo ellas, oculto, siendo un escudo, una defensa para sentirnos a salvo, para que nuestro espíritu desnudo no sufra. Pero últimamente no somos capaces de recurrir a ello. O tal vez no queramos, dado que con el tiempo hemos empezado a abrir nuestro corazón a los ojos de los demás.
No recordamos cuando fue la primera vez que rasgamos nuestra alma. La descuartizamos, en miles de pedazos que se extienden a cada uno de los vínculos que mantenemos. Fragmentos de nosotros mismos que tintinean a nuestro paso, que vibran al estar a escasos metros de nosotros. Pedazos de esencia que vagabundean de forma independiente, con la finalidad de mantener aspectos de nuestro ser confinados, para retomarlos, revivirlos y recordarlos en momentos que tal vez sean necesarios. Ligados a objetos, personas, palabras, ideas... No siempre tienen por qué ser sentimientos alegres o momentos felices. Pero son vínculos, vínculos que nos mantienen anclados al mundo, ya sea manteníendonos a flote, con los pies en la tierra, o haciéndonos flotar a un palmo del suelo.
¿Cuánto nos influyen nuestras personas queridas? ¿Y cuánto influimos nosotros en ellas? Muchas veces esos vínculos nos hacen sentir fuertes, rebosantes de energía. Otras veces, sin embargo, nos hacen sentir dependientes, vulnerables. Débiles.
En nuestro reflejo, tratamos de buscar respuestas a las preguntas que se arremolinan en nuestra conciencia, deseando aflorar la superficie de nuestra mente y ser pronunciadas en voz alta. Intentamos repasar todas las experiencias que hemos ido archivando como importantes a lo largo de los años, como si se tratase de un mero inventario. Y es así como citamos las cosas que en lo que llevamos de vida consideramos que es lo más importante que hemos aprendido.
Hemos aprendido que todo tiene un precio, que todas las cosas tienen un principio y un final, que nunca hay que decir nunca jamás, y que no se puede prometer que algo es para siempre. Hemos aprendido que el que calla otorga, pero que se es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Y también hemos aprendido que tenemos el potencial suficiente como para hacer historia.
Pero a pesar de todo, seguimos dudando de ello.
Nos duele, tenemos miedo. Miedo de seguir siendo vulnerables, de seguir dependiendo de los demás, de vivir la vida de otros. Incluso de soñar los sueños de otros. Nos aterroriza el hecho de pensar que no estaremos a la altura de las espectativas, que defraudaremos a aquellos que creen en nosotros, que no podremos llegar a cumplir todo lo que nos propusimos cuando tratábamos de buscar esperanzas en un futuro mejor, cuando nos dijimos a nosotros mismos que llegaría un día en el que podríamos cambiar nuestra estrella. ¿De verdad es posible? Y aunque lo sea, ¿de verdad llegará ese día? No dudamos en que la respuesta que podemos darnos está influenciada por nuestro día a día, somos conscientes de que al tener esos vínculos, cada uno con un fragmento de nosotros y siendo nuestra droga, pensamos que tal vez ese momento no esté tan lejos como pensábamos. Pero a veces olvidamos que en el fondo no deja de ser eso, una droga: se alimenta de nosotros tanto como nosotros de ella. Y a medida que pasa el tiempo, cada dosis ha de ser mayor, ya que la necesitamos, la ansiamos. Y por su parte ella nos pide más y más. Al fin y al cabo, no en vano es nuestra droga. Ahí es, curiosamente, cuando más cuerdos nos vemos, y observamos como no todo es tan sencillo como nos lo quieren pintar. Suele ser entonces cuando deseamos recuperar lo que al parecer perdimos hace ya una temporada. Poco a poco, consumimos nuestra droga de forma cada vez más frenética, con la ridícula esperanza de calmar nuestra rabia, nuestro dolor. Pero llega un momento en que ni aún así vemos el mundo de colores. Necesitamos una droga más fuerte, para tratar de hacer realidad nuestro deseo.
Nuestro deseo. Estar en paz con nosotros mismos.
Cada vez resulta más tentador pensar que podemos lograrlo al ocultar una vez más todos nuestros sentimientos, todas nuestras inquietudes, nuestros miedos, que cada vez son mayores. En algunas ocasiones, en las que por azar volvemos a sentir el abrigo de las noches, nos vemos impulsados a recuperar esa máscara, renunciar a nosotros y quedar relegados a meras letras, pensamientos que se deslizan como ráfagas de aire. Podríamos intentarlo. Romper con todo, olvidarlo, morirnos de una vez y perdernos en la bruma de los recuerdos de la gente, deseando volver a ser una voz, un fantasma. Un loco solitario.
Y tal vez lo hagamos.