Ya había pasado el mediodía
cuando Cígar alcanzó a ver el campamento. Se ciñó la capa al cuerpo y siguió
caminando, sin hacer esfuerzo alguno por pasar desapercibido ante los oteadores
asentados en la zona. Al contrario, se aseguró de que lo viesen acercarse
perfectamente. Cuando llegó a estar a escasos metros del núcleo del improvisado
fuerte, una flecha surcó el cielo y se clavó de forma certera frente a él, a
sus pies. Era, evidentemente, un mensaje de advertencia.
“Cojonudo”, se dijo, “yo
también vengo a dejar un mensaje”.
Se detuvo a observar la flecha
clavada en el suelo. Mientras, los soldados fueron saliendo poco a poco,
armados, hasta que lograron rodearle. No opuso ninguna resistencia. Allí había
lo menos un centenar de hombres, la mayoría parecían bandidos indisciplinados
cuya única baza consistía en someter a sus rivales por medio de la fuerza
bruta.
Cígar alzó la vista al frente y
mostró su rostro pálido y afilado a los hombres. Sus ojos verdes eran
enmarcados por varios mechones de aquel cabello rubio tan rebelde. Sostenía
entre las comisuras de sus labios un cigarrillo de aspecto cochambroso.
—¿Capitán Gálvez? —Pronunció el
nombre en alto y de forma clara, pero con tono dubitativo para que el aludido
confirmase su presencia. Al oírlo, muchos de los soldados que tenía enfrente se
hicieron a un lado para dejar ver a su superior. Gálvez era un tipo fornido,
cortado por el mismo patrón que muchos de sus hombres. Era grande y musculoso,
daba la sensación de medir dos metros de alto y su espalda era como la de dos
hombres juntos. Avanzó entre sus soldados hasta ponerse cara a cara con quien
lo había convocado.
—¿Te has perdido, mocoso? —Varios
de sus hombres le rieron la gracia. Cígar también sonrió: una sonrisa que no
transmitía felicidad alguna. Aquel tipo era una mole, debía de sacarle por lo
menos dos cabezas. Fue al grano: no tenía tiempo para juegos.
—Tus hombres y tú saqueasteis la
aldea de Valdehueso, hace un par de días. —No era una pregunta.
—Estamos en guerra, jovencito.
Nos limitamos a cumplir órdenes del rey. —A Gálvez le sorprendieron aquellas
palabras, aunque no le dio excesiva importancia. Seguramente fuese un joven del
pueblo que estaba fuera cuando ellos llegaron, y ahora había decidido que no
tenía nada que perder y que iba a tomarse la justicia por su mano. Le molestaba
haber dejado un cabo suelto, pero a fin de cuentas su importancia era
prácticamente nula. ¿Cuántos años podría tener? Siendo generoso, dudaba que
alcanzase la veintena.
Lo cierto es que el aspecto de Cígar
ocultaba más de lo que decía. Ante cualquiera que lo mirase sin mayor empeño no
parecía más que un joven normal y corriente. Pero si alguien se fijase en él,
si alguien le prestase la suficiente atención, empezaría a notar que su aspecto
era… extraño. Su rostro era afilado y lampiño. No había un solo pelo que diese
pistas sobre una posible barba. Y si alguien lo observase detenidamente, si
alguien lo examinase exhaustivamente, se daría cuenta de que el color de sus
ojos era muy intenso. Excesivamente intenso. Como si fuesen unos ojos demasiado
verdes.
—Había mujeres y niños. Estaban
indefensos, no suponían una amenaza para nadie. Y los matasteis. –Cígar dio una
última calada al resto del cigarrillo, sin dejar de mirar al capitán a los
ojos. Su semblante era sereno, e imperturbable.
—Y de ser cierto, ¿qué pretendes
hacer ahora?
—He venido a hacértelo pagar. A
ti y a tus hombres —dijo mientras cogía la colilla entre sus dedos y la
apagaba en el suelo bajo una de sus botas. Con su mano izquierda abrió su capa
lo suficiente como para dejar ver bajo ella la empuñadura de una espada, que
descansaba en su vaina—. Aunque… conozco tu nombre, y entre los míos se cree
que eso me da poder sobre ti. ¿Qué te parece si igualamos las tornas y te digo
yo el mío?
—Apuesto a que no tiene ni un
solo pelo en los huevos —dijo uno de los soldados. Muchos lo secundaron, otros
tantos se rieron. Gálvez empezó a cansarse de la situación. Aquello era un
inútil intento de hacer justicia por parte de un mocoso. No soportaba a los
héroes anónimos, era una idea de las mentes ingenuas e ignorantes de la
naturaleza del mundo en el que vivían. Decidió que antes de deshacerse de aquel
cabo suelto, le daría una lección de cómo era en realidad el mundo.
—¿Quieres saber qué más hicimos
aparte de matarlos, niñato? Vamos a hacer lo que yo te diga. Suelta el arma que
llevas bajo la capa, y tal vez nos portemos bien contigo.
Los soldados rieron abiertamente.
Al parecer iban a tener un pequeño espectáculo antes de despachar a ese idiota.
Él por su parte, no hizo ningún movimiento ni pronunció palabra alguna,
simplemente esbozó media sonrisa de sorna. Aquella actitud sacaba a Gálvez de
sus casillas.
—¿No me has oído? Suelta el arma.
Tírala al suelo, vamos muévete. —Cígar obedeció. Depositó su espada, todavía
enfundada, a sus pies, y retrocedió un par de pasos—. Y ahora dinos tu dichoso
nombre. En alto, que todo el mundo pueda escucharlo.
—Mi nombre… es Cígar. Cígar
Skirio.
Aquel nombre no le decía nada al
capitán, aunque le resultaba vagamente familiar. ¿Nórdico, tal vez? Tenía la
sensación de que lo había escuchado en algún otro sitio. Tal vez fuese el
apellido de una familia acomodada de la zona. Le traía sin cuidado.
—Muy bien, Cígar Skirio. Creo
recordar que algunos de mis hombres manifestaron tener ciertas dudas sobre tu…
virilidad. Lo mejor es que salgamos de dudas. Quítate la ropa. —Cígar levantó
una ceja que denotaba cierta incredulidad. Gálvez disfrutó de aquel gesto—. ¿Qué sucede, ya no quieres saber qué más le hicimos a aquellas mujeres? ¿Te
has quedado sordo de repente? He dicho que te quites la ropa. Desnúdate.
Rodeado como estaba, parecía que
no tenía otra alternativa. Sabía que estaba jugando a un juego peligroso, pero
se dejó llevar por la situación. Lentamente, Cígar llevó la mano al cuello y
soltó el broche de su capa. A continuación, se sacó su camisa de lino por los
hombros, sin desabrochar, dejando su torso al descubierto. Era delgado, pero
fibroso. Su pálida piel portaba finas cicatrices tanto en hombros como en
espalda y pecho. Se detuvo un segundo, pero no terminó ahí: se descalzó, dejando
las botas a un lado y desató pantalones y calzones a la vez. Dejó la ropa a un
lado, se irguió completamente desnudo y miró a los ojos del capitán sin el
menor atisbo de pudor. Gálvez no fue capaz de mantenerle la mirada por mucho
tiempo: había algo en él que lo inquietaba. No tenía ni un solo pelo en el
cuerpo. Y por más que lo intentaba, no era capaz de mirarle a los ojos.
Aquellos ojos de un verde tan intenso. Además, estaba rodeado por sus hombres,
desarmado y completamente desnudo, y ni siquiera así parecía mostrar una pizca
de inseguridad.
Entonces Cígar empezó a temblar.
—¿Tienes miedo? Tiemblas como un
corderito, Cígar Skirio. —Las palabras de Gálvez trataban de mostrar seguridad
entre sus hombres, pero seguía notando aquella inquietud. Algunos comenzaron a
notarlo, aunque la mayoría estaba demasiado pendiente del espectáculo como para
percatarse. Y fue en ese momento cuando un grito ahogado rasgó el aire.
Balbuceando, uno de los soldados identificó aquel misterioso nombre y logró dar
la voz de alarma.
—¿Ha dicho Cí… Cígar? ¿Cígar
Skirio? ¡Por los dioses, oh, por los dioses! ¡Señor, aléjese de él! ¡Es el Humo de la Guerra, capitán! ¡Es uno
de los Jinetes del Viento!
Cígar sonrió de oreja a oreja. Le
encantaba ese momento, cuando alguien lo reconocía y pronunciaba el sobrenombre
que le habían dado en el campo de batalla. Era la señal que estaba esperando
para entrar en escena.
El capitán se giró hacia el
soldado que había hablado, incrédulo. Lo que había dicho no podía ser cierto.
Pero fue demasiado tarde. Los gritos del resto de sus hombres lo alertaron, y
para cuando volvió a mirar al frente, aquel tipo desnudo había desaparecido. En
su lugar había una criatura de leyenda. Sus escamas doradas brillaban bajo la
luz del sol de media tarde, y sus ojos verdes, de un verde sorprendentemente
intenso, se posaban sobre él de una forma macabra. Gálvez, encogido de miedo,
no era capaz de apartar la vista de aquel monstruo. Era imposible, aquellas
bestias no existían, sólo eran cuentos. Pero no había lugar para dudas, aquello
era real. Un dragón, tenía ante sí un dragón aterrador. Por los dioses, era
como si ese monstruo le estuviese sonriendo. Le vio abrir las fauces y se
escuchó un rugido. No era lo que él esperaba, parecía lejano. De hecho todo se
escuchaba de repente en susurros, como si sucediese muy lejos de allí. Notó
como una gota de agua caliente recorría su mejilla. Todo estaba muy silencioso,
le pitaban los oídos. Se llevó la mano a la oreja: era sangre. Y para cuando
quiso darse cuenta, estaba envuelto en llamas.
Minutos más tarde, Cígar, ya vestido y envuelto otra vez en su capa, se alejaba de aquel campamento en ruinas y asolado por el fuego. Tras una distancia prudencial, se detuvo un momento y se dio la vuelta para contemplarlo. Una enorme columna de humo surgía de entre los restos calcinados del lugar. No quedaban supervivientes, pero cualquiera que se acercase sabría de sobra quién había sido el causante de aquel incendio.
Cígar Skirio, el Humo de la Guerra.
Siguió caminando, y sonrió. Le
encantaba aquel apodo.