martes, 23 de febrero de 2010

"Buenos días, cabrón con suerte"

Me tengo que despertar...
Esas fueron las palabras que me dedicó aquella mañana, cuando logró atinar en la penumbra con la alarma del despertador. Como respuesta, por poco romántico que suene, e incluso grosero por mi parte, yo me limité a gruñir mientras me acomodaba sobre aquel viejo colchón. Sin embargo, y por ridículo que suene, ella sonrió con todas sus fuerzas mientras me abrazaba y me regalaba uno de sus besos. Minutos más tarde, me abandonó entre almohada y sábanas para dirigirse con energía hacia la ducha.
Entreabrí los ojos, bostecé y me desperecé patosamente, como uno de estos perros que uno encuentra en el porche de todas las casas con finca o jardín, donde las familias veranean e invierten su ocio; el típico mastín que se estira mientras muestra todo su juego de colmillos a quien pase cerca del lugar escogido por el animal para echar una cabezada a media tarde.
Ahí fue cuando yo empezaba a despertarme, cuando dejaba de ser menos bestia y más persona, como cada mañana tras salir de un sueño. O al menos eso me parecía a mí. Rodé sobre la cama, primero una vez y luego otra, hasta quedar boca arriba, contemplando el techo junto con el pequeño ventanuco que quedaba casi enfrente de mis ojos, por el cual la luz proveniente de la calle manaba lenta y pausadamente, como el agua de un manantial en mitad de la montaña.
Y entonces, como cada mañana tras salir de un sueño, la voz de mi interior me habló. Aquella voz que había nacido conmigo, con la que con ella lo era todo y sin ella no era nada, la causante de que fuese tal y como soy, aquella que por su culpa mi reflejo irradiaba una pálida luz verde que me hacía seguir hacia delante. Y lo que me dijo no era nuevo para ninguno de los dos, tan sólo era su saludo, su forma de decirme hola:
"Buenos días, cabrón con suerte".
Me incorporé casi de un salto, mientras mi compañera salía de la ducha y la voz no dejaba de hacerse eco en mi cabeza. Me levanté con torpeza, y poniéndome unos vaqueros por el camino, hice mi turno en el cuarto de baño. Nada más llegar me apoyé en el lavabo y me miré al espejo: Me detuve en el reflejo de mis ojos azules, a medida que en mi rostro se marcaba aquella sonrisa ligeramente burlona que tanto le gustaba a la chica que me esperaba fuera del baño.
Fue entonces cuando contesté a la voz de mis entrañas, casi riéndome por dentro. Sí, era un cabrón con suerte, el mayor cabronazo de todos los que había por los alrededores, y la razón se debía a la chiquilla que me esperaba fuera, ansiosa tal vez por que le diese un beso o le contase una de mis historias, tal y como hacíamos todos los días desde hacía un tiempo.
Y es que, ¿cómo no iba a ser un cabrón con suerte, si me había tocado el gordo?