domingo, 22 de marzo de 2009

Eldar

Acuclillado, monté mi arma con velocidad y precisión, con movimientos ágiles, movidos por la inercia que aportaba la rutina, la costumbre. La experiencia.
Mi mente sin embargo, se encontraba inmersa en todos los peligros que me aguardaban, rodeada de ese torrente de sentimientos que siempre me embriagaban antes de afrontar el ritual.
Pero esta vez era diferente. Sabía que esta vez era la última vez que me adentraría en la senda del guerrero. Porque en cuanto finalizase el ritual, no podría volver a abandonarla jamás.
Estaba totalmente enfundado en mi longeva armadura, a excepción del casco, que reposaba junto a mí. Posé con delicadeza mi arma en el suelo y lo sostuve con ambas manos. Miré su rostro, y vi reflejado el mío propio en el pulido cristal del visor.
Aún era consciente de quien era, aún no me había adentrado por completo en la senda.
Cerré los ojos, y me rendí, dejándome llevar. Comenzó el ritual, y mi mente emprendió un camino incierto, divagando entre el sueño y la vigilia.
Nadie, absolutamente nadie podría soportar los horrores de la guerra, no dejaría de contemplar los rostros y nombres de todos aquellos que perdieron la vida en sus manos. La locura estaría presente entre aquellos que han empuñado las armas, aunque fuese sólamente una vez.
La senda evitaba eso. Evitaba cualquier terror o miedo, separando el "yo verdadero" del "yo guerrero". Cuando el ritual terminase, mis sentimientos quedarían ocultos, y tan sólo mi sed de sangre sería visible.
Amigos, familiares... todo quedaría en un segundo plano, y ni siquiera mi nombre importaría lo más mínimo. Se perdería, igual que tantas otras cosas.
Y mi cuerpo y mi mente sólo sentirían una cosa: la muerte. La destrucción. La ira. El sacrificio.
El sacrificio de ocultar mi naturaleza para poder defender a los míos y plantarle cara al mayor de los terrores. Sería más rápido, más ágil, más fuerte, más resistente.
En mi mente se fueron dibujando pensamientos más arraigados, más profundos. Las dudas que podrían atormentarme salieron a superficie hasta desaparecer, tal vez para siempre.
Ya que era consciente de que a medida que avanzo por este camino, la posibilidad de no abandonarlo se acrecenta. Y si no regreso, me convertiré en un ser que sólo tendrá ojos para guerra, ahora y por siempre.
Es el mayor riesgo al que me expongo, pero estoy dispuesto a asumirlo.
Soy un guerrero. Ahora, tan sólo eso importa. No hay lugar para el miedo, ni para el arrepentimiento. Caminaré por la senda, y no miraré atrás. Así es como deber ser, y no de otra forma.
Se acercaba la cumbre del ritual, podía sentirlo. Y precediéndola, mis temores más arraigados en mi espíritu.
Contemplé los rostros de quienes amé, teniendo algo que decir a cada uno. Mis recuerdos se oscurecieron, siendo poco más que borrones en mi mente.
Sentí miedo, miedo a lo que me aguardaba. Quise dar marcha atrás, por un momento quise volver atrás y decir todo aquello que nunca dije, hacer todo aquello que nunca hice.
Pero si me negaba a cumplir con mi papel, ya no habría nadie a quien decir todo aquello, nada por lo que hacer todo aquello.
Mi mundo... se desmorona. Se tambalea peligrosamente, camino de la destrucción. Nosotros somos lo único que queda de nuestra antigua gloria.
Ya no podía retroceder. Sólo quedaba avanzar.
El ritual terminó, y me entregué definitivamente a mi dios, siendo un ejecutor de sus ideas, y convirtiéndome en un mero reflejo de lo que había sido, para toda la eternidad.
El último paso, me puse el casco de la armadura, protegiendo y ocultando mi rostro, y la armadura se activó. Las gemas que aparentemente sólo la adornaban dejaron emerger a las almas de todos aquellos que me precedieron, fundiéndose con mi mente en una sola.
Me levanté, y recogí mi arma del suelo. Mi nuevo nombre vino a mi mente sin necesidad de buscarlo entre los recuerdos de mis otras vidas, el nombre que llevaría hasta el fin de los tiempos, y a la vez olvidé aquel que había sido sólo mío.
Me había convertido en verdugo, y a la vez en víctima.
Me había convertido en exarca.
Abrí las puertas de la habitación, y tras ellas me esperaban los guerreros de mi escuadra. Abandonamos juntos el templo sin mirar atrás, y con nuestras armas, comenzamos a incinerar hasta las entrañas a quienes osaban destruir nuestro hogar, reduciéndolos a cenizas.
Somos el pueblo de las estrellas, y no desapareceremos de la faz del universo.
No sin luchar.

1 comentario:

  1. Tampoco en esta ¬¬
    Debe ser mi poca memoria, pero esto pertenece a un relato en el que andabas metido no? En fin, si me entretengo, no acabo.
    Por cierto, se me olvidaba. Me gusta, mucho.

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