miércoles, 10 de febrero de 2016

Desde que teníamos conciencia

Anoche volvimos a vernos. Resultó ser un día como otro cualquiera, sin avisos, sin señales. Simplemente apareció frente a mí en mitad de un nevado bosque, como tantas otras veces. Su apariencia no había cambiado un ápice: su pelo, blanco como la nieve, y cubierto de escarcha en algunos mechones dispersos, enmarcaba su rostro frío y sereno. Sus ojos, formando aquella mirada tan extraña e hipnótica, me observaban como si no hubiese pasado el tiempo desde nuestro último encuentro cara a cara. Con ese gesto que siempre incitaba a pensar que podía ver más allá de lo que parecía alcanzar a simple vista. Como si pudiese ver la verdadera esencia de las cosas.
Nos miramos con curiosidad, inspeccionándonos mutuamente, mientras avanzábamos lentamente el uno hacia el otro. Parecía que nos estuviéramos redescubriendo mutuamente después de tanto tiempo. Y entonces nos tocamos, y pudimos ver en el interior de cada uno nuestras nuevas cicatrices.
Había cambiado. Ambos lo habíamos hecho, puesto que nada permanece inmóvil por mucho tiempo, y que el hecho de estar vivos implica cambiar y crecer constantemente. Y los dos habíamos cambiado, habíamos crecido, como llevábamos haciéndolo desde que teníamos conciencia.
Durante un tiempo llegué a creer que me había abandonado, pero ahora me doy cuenta de que quizá fui yo quien casi lo abandona. Y a consecuencia de ello, quien casi se abandona a sí mismo.
Desde anoche mis botas vuelven a pisar con fuerza. Desde anoche mis ojos vuelven a ver más allá de lo que parecen alcanzar a simple vista. Pues mi lobo camina y observa el mundo conmigo una vez más, como llevábamos haciéndolo desde que teníamos conciencia.

1 comentario: