domingo, 6 de septiembre de 2009

Reloj de arena

Una pequeña bandada de gaviotas sobrevoló la costa a varios metros de altura, sin prestar atención a los restos encallados del barco que horas antes había protagonizado semejante naufragio.
Varado en la orilla, boca abajo, con una mezcla de arena y sal en los labios, un marinero se debatía entre la vida y la muerte, pese a su aspecto apacible.
Tenía los ojos cerrados y enterrados en la arena, pero podía verla, podía sentirla; a los lejos, acercándose. Arrastrando una amplia capa raída y carcomida por el tiempo, mostrando tan sólo sus manos y parte de su encapuchado rostro. Su piel y su carne tiempo atrás se desprendieron de su figura, dejando como único recipiente de su esencia aquellos viejos huesos que se movían con total naturalidad, apoyados sobre la guadaña que llevaba a modo de cayado. Pero sin lugar a dudas, lo que hubiese dejado mudo al mundo de llegar a poder contemplar aquella figura eran el par de alas que nacían de su espalda, cubiertas por un grisáceo plumaje que aun mostrando los signos de la vejez que representaba, no le restaba un mero ápice de grandiosidad.
Pero, ¿cómo alguien puede no sentir fascinación ante aquello? Sólo se contempla a la muerte una vez en la vida...
El espectro caminaba despacio, desplazando todo su peso sobre la arena de la playa, hacia el desdichado hombre. Se detuvo ante él, y posó un arcano reloj de arena, que comenzó a marcar de forma inexorable los inicios de una cuenta atrás. ¿Qué anunciaba aquel reloj? El moribundo marinero no lo sabía, pero no le importaba. Su final estaba cerca... y él estaba preparado para partir de este mundo. Le hubiese gustado despedirse de aquellos con los que compartió algo en su vida, pero parecía que no iba a ser posible. De haber podido suspirar en ese momento lo hubiese hecho, ¿pero cómo hacerlo si se hallaba en tal fortuna por precisamente ser incapaz de inspirar el aire marítimo?
El espíritu se arrodilló ante su tendido cuerpo, y esperando el viejo hombre que un susurro segase su último aliento, se encontró con una ardiente bocanada de aire al tiempo que escuchaba la orden de una voz rasgada: "¡Respira!"
Cuando fue consciente de sí mismo se encontraba acuclillado sobre la arena, escupiendo el agua que había encharcado sus pulmones, respirando. Vivo. No había el más mínimo rastro de aquel espíritu. No tuvo mucho tiempo más para buscarlo con la mirada, pronto escuchó las voces de sus compañeros.
Varios minutos más tarde, con la alegría de comprobar que milagrosamente nadie había muerto tras aquella desgracia, el marinero escuchó a uno de sus camaradas hacer un comentario nada acertado a sus ojos, que no dudó en recriminar:
"Esto es obra de algún santo, ¡benditos sean los dioses!"
"Ingenuo, los dioses no han movido un triste dedo por nosotros. ¡Si acaso prende una vela esta noche por la Muerte, dándole las gracias por no hacer su trabajo!"